Editoriales

Iglesias, tóxico pero útil para Sánchez

Podemos quiso ser la voz del 15-M, la de los indignados, la de aquellos que eran repudiados por la «casta», la que nunca había accedido a las instituciones, la que representaba a la generación más preparada, mientras debía irse fuera de España. Era la nueva política, con una exigencia ética que obligaba a que cualquier signo de corrupción, incluso de falta de ejemplaridad moral, supusiese ser expulsado de la vida pública. Era la izquierda democrática, antitotalitaria, la que antepondría la libertad y la verdad a cualquier servidumbre ideológica, la que renunciaría a cualquier régimen liberticida. Era la izquierda franciscana con un voto no escrito de pobreza, la que mantendría a un partido austero con la voluntad de sus fieles, sin créditos bancarios, aparato y burócratas al servicio del secretario general Era, era, era... Ha durado demasiado poco tiempo, si alguno tuvo fe ciega en ese proyecto político regenerador, porque desde su aparición, en las elecciones europeas de 2014, ha hecho el recorrido inverso a lo que había anunciado con sospechosa soberbia, con ese adanismo que sus líderes exhibían sin ruborizarse, como si ellos hubiesen inventado la democracia, aunque ahora hay que decir «su» democracia.

Visto lo visto, Podemos se ha convertido en un partido en el que impera un sanedrín de acólitos y un líder intocable, que defiende sin rubor a dictaduras como la de Venezuela y que vampirizó al 15-M, cuando ellos eran un vestigio de la izquierda comunista más caduca y con las cuentas más oscuras que partido alguno puede mostrar. Según las investigaciones que ha emprendido un juzgado, es una sospechosa financiación en la que, supuestamente, hay una administración en B con fuentes inconfesables porque están vinculadas a países que hoy atentan contra la libertad y la democracia. Su líder, Pablo Iglesias, en vez de aceptar la investigación abierta por un juzgado y aportar todos los datos que se le reclamen, reconocida su presunción de inocencia –prerrogativa que él no aceptó en sus adversarios políticos–, culpa a la manera de los clásicos caudillos a los medios de comunicación, como siempre, y a poderes ocultos que no le perdonan que vea un «horizonte republicano». Argumentario de libro. Pero que no enrede con esas tradicionales tácticas: la denuncia viene de su propio partido. Hay un detalle que no es menor y lo que da a este asunto una dimensión de primer orden: Iglesias es vicepresidente del Gobierno y socio por el que se mantiene la actual coalición de Gobierno. Es decir, es un tema que afecta a todo el Ejecutivo, que es un órgano colegiado, y que mantiene paralizado una parte de él, hipotecada su acción por este y otros asuntos –el «caso Dina» tiene vínculos con éste–, que no es lo que en este momento se necesita para una gestión tan compleja como la que se ha producido por la pandemia de coronavirus, sanitaria y económicamente. Que dentro del Gobierno hay un sector que se siente incómodo con los casos que afectan a Podemos es evidente, sobre todo el que tiene que ver con la gestión de las ayudas procedentes de la UE, asuntos económicos y los temas de Estado.

La coalición está seriamente herida, aunque no hay nada nuevo desde que se formó este Gobierno el pasado 12 de enero: era la única salida que tenía Pedro Sánchez para seguir en La Moncloa –había otras abiertamente constitucionalistas que rechazó– y la aceptó como mal menor, a sabiendas de que, en un momento u otro, se destaparían este y otros escándalos: no en balde dijo aquello de que Iglesias le quitaba el sueño. Lo sabía. Qué este caso suponga abrir una crisis en el Gobierno, es algo que sólo Sánchez puede decidir, y parece que no está en sus planes. No tiene más objetivo que seguir y que el deterioro de la imagen de Iglesias y su partido lo conviertan en un producto tóxico que obligue a que los votantes que circunstancialmente se fueron regresen al PSOE. Pero esa es otra cuestión.