Opinión
Tribunal Constitucional
La presunción de inocencia, uno de los pilares legales que definen una democracia, ha muerto. Hay dos grandes responsables de esta defunción: los políticos y los jueces. De los primeros no nos sorprende, pero de los segundos esperábamos más, incluso ellos mismos deberían haberlo requerido. Nadie imaginaba que la mala praxis política, guiada por intereses creados y por una demagogia barata, iba a contar con la venia de los jueces. Lo hizo cuando las sentencias de nuestros tribunales empezaron a consentir que se pisotearan principios constitucionales y derechos fundamentales como la presunción de inocencia o el derecho al honor, amparándose en una maquiavélica libertad de expresión preñada de calumnias y difamaciones, cuando no cuestiones más graves; recordemos la sentencia del juez Del Olmo asegurando que llamar zorra a una mujer era alabar su astucia, o la del juez Ricardo González advirtiendo que el gesto de la joven violada por cinco hombres de la Manada expresaba «excitación sexual». Opinar y juzgar lo ajeno es sencillo, pero cuando es uno el afectado, la cosa cambia y la paja en el ojo propio se convierte en viga. La detención del magistrado del Tribunal Constitucional, Fernando Valdés, por un posible delito de malos tratos deja al descubierto que la justicia no es igual para todos, sobre todo si eres juez. Ni calabozo ni pena de telediario. Eso sería lo correcto y justo para todos, pero no lo es , en parte gracias a las resoluciones judiciales. Muchos se alegran de que los jueces prueben su propia medicina. Yo no; prefiero que todos estemos sanos, a todos enfermos. El Constitucional ha pedido que se respete la presunción de inocencia. Sería aconsejable que así fuera, empezando por ellos.
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