Residencias de ancianos

Desheredando que es gerundio

Tengo amigos que trabajan o colaboran con residencias y, sin conocerse, pero alineados, me cuentan que los abuelos no quieren vivir en ellas, que sufren, que se deprimen o se disocian…

Hay algo que invariablemente he repetido a aquellos que se han interesado en una vida junto a mi persona, porque es de recibo advertirlo: “Mis mayores no vivirán en residencias mientras yo pueda evitarlo, vivirán conmigo y cuidaré de ellos en casa, con todo el respeto, la gratitud y la dignidad que se merecen, que es mayúscula”.

No niego que en determinados casos parece que no queda otro remedio que el recurso de la residencia (problemas médicos, salud mental…) qué le vamos a hacer, y en esos casos, supongo que lo suyo es apechugar con la situación desgraciada de ver como nuestros ancianos, contra su voluntad (siempre) son atendidos (o gestionados) por personal mercenario. ¡De acuerdo!

Pero ¿y los demás casos, que son la gran mayoría de los casos? Tengo amigos que trabajan o colaboran con diversas residencias y, sin conocerse, pero alineados, me cuentan que los abuelos no quieren vivir en ellas, que sufren, que se deprimen o se disocian… Respecto a los pocos ancianos que voluntariamente prefieren vivir en una fría habitación atendidos por extraños… Echen a volar la imaginación.

No quiero acusar ni juzgar a nadie, ya saben lo que se esconde detrás de la superioridad moral y si no, se lo recuerdo: lo peor.

Pertenezco a una familia de científicos y psiquiatras donde la hipocresía y el autoengaño no cuelan, sé que cualquier alarde obedece normalmente a eso que se llaman “formaciones reactivas” y no a lo que el pretencioso pretende.

Para hacérselo corto y fácil, las formaciones reactivas son descritas en psicoanálisis como comportamiento, actitudes, o hábitos que marchan en la dirección opuesta a la de los verdaderos deseos, que están ocultos o reprimidos. En nuestra sociedad, la de la agresividad pasiva y del postureo, las formaciones reactivas son cotidianas y perfectamente detectables por una persona medianamente observadora y formada. En el asunto de los viejos, no se trata de creerse bondadosos ni tampoco de vender una ética de mercadillo dominical. Simplemente tenemos, frente a nuestras modeladas naricillas, una sociedad que ha olvidado principios indiscutibles como la abnegación, la paciencia, el respeto, la entereza, la responsabilidad o la compasión y se conduce, en exclusiva, por el principio del placer; un principio que se practica con orgullosa impunidad y que tiene su reflejo en absolutamente todo, desde la moda, a la televisión, pasando por las urnas y por la situación en la que se encuentran nuestros mayores.

Hoy, millones de personas que tuvieron hijos y se esforzaron por sacarlos adelante, sufren malos tratos, explotación financiera, estafas, abandono, carencias materiales y afectivas, por no hablar de la más aterradora soledad, en un país donde más del treinta por ciento de la población, pasa de los sesenta.

Durante la primera oleada de coronavirus fallecieron más de 20.000 ancianos. Según un reciente informe de Médicos sin Fronteras, se denegó la derivación hospitalaria a un 44% de las personas infectadas en residencias lo que facilitó que el virus se extendiera “rápidamente” y que murieran miles de ancianos (que no estaban para morir) en aislamiento, deshidratados, agonizando por distrés respiratorio y sin cuidados paliativos. Hubo muchos de esos mayores a quienes sus familiares no les asistieron y ni siquiera les llamaron por teléfono.

El mundo no se divide entre buenos y malos (más bien todos somos como dice Woody Allen_y la Biblia_ horribles o miserables…) ni siquiera veo dividido el mundo entre los que se desentienden de sus mayores cuando más los necesitan y los que piensan honrarlos como se merecen, pero entiendo que las consultas para desheredar hijos y nietos aumenten a lo loco desde el estado de alarma.

No sólo eso, aplaudo y animo a los ancianos a desheredar a troche y moche, disparatada y caóticamente a aquellos de sus descendientes que no muestren la suficiente preocupación y, ¡sí!, amor.

El académico Jesús Seligrat, uno de los grandes expertos jurídicos en este campo lleva tiempo insistiendo en la necesidad de la figura del “defensor del Mayor” como instrumento jurídico de control, inspección, vigilancia y prevención, prestando ayuda coordinativa a los distintos poderes legislativos, ejecutivos y judiciales.

De igual manera, abro un viejo debate que siento de rabiosa actualidad: el sistema de herencia latino, con la obligación de “la legitima” y el sistema anglosajón.

En Estados Unidos, lo habrán vistos en cientos de películas, uno puede heredar lo mucho o poco que tenga a su gato, y de ninguna manera está obligado a donar sus posesiones a sus hijos o a cualesquiera malnacidos vástagos.

Por el contrario, en la mayor parte del territorio español los progenitores estamos obligados a dejar al menos un tercio de “lo nuestro” a nuestros hijos. Sólo si se comprueba_ ¿Cómo? _ que hemos sido atacados por esos sucesores, que nos han arrebatado la comida de la boca, o que nos maltratan emocionalmente podríamos comenzar el extraordinario y penoso trámite conocido como la desheredación, que rara vez llega a término porque los hechos (por muy abstractos y abstrusos que sean) deben ser probados jurídicamente y el daño causado sólo se admitirá si se constata científicamente que los hechos son muy graves. De cada 100 procesos, tan solo 18 culminan por la complejidad de los trámites y el desgaste psicológico que traen consigo.

¡¡Protesto!!

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