Opinión

¿Y las pensiones qué?

Las consecuencias económicas del Covid, no solo no serán ajenas al debate sobre el futuro de las pensiones, sino que lo van a acelerar de forma inevitable. Cuestión que se ha convertido en nuestro país en algo muy similar a las capas geológicas. Unas se van superponiendo sobre las otras dejando un magma subterráneo de mantos plagados de fósiles, bolsas de gas, cuevas y lagos de agua en el subsuelo en otros tiempos superficie, pero que han quedado para el olvido eterno. De manera cíclica surge la imperiosidad de atajar – a ser posible articulada en grandes acuerdos de estado– una reforma de nuestro sistema de pensiones que, de no llevarse a cabo no solamente podría colapsar, sino sin posibilidad material de que los actuales contribuyentes puedan percibir en el futuro una pensión de jubilación mínimamente digna. Todas las formaciones políticas de cualquier color y todos los agentes sociales coinciden en este término, pero todos incurren en el mismo pecado cuando llegan al poder con posibilidad real de agarrar el «miura» por los cuernos. La reforma de pensiones requiere de medidas que son de todo menos populares y todavía está por ver el partido político cuyo ejercicio de responsabilidad desde el gobierno imponga dar ese paso por el bien de las generaciones futuras.

El debate no es nuevo, ya hace tres décadas un tal Felipe González provocó el padre de todos los cismas en la familia de la izquierda al «atreverse» a afirmar que la imposibilidad de garantizar por la vía publica las pensiones futuras hacía recomendable la suscripción de fondos privados de pensiones. Le costó una huelga general. Aznar aprovechó la bonanza económica para crear la famosa «hucha» que hoy se encuentra ya con telarañas. «Zp» se vio obligado a congelarlas con el consiguiente peaje pagado por Rubalcaba perdiendo las elecciones generales y finalmente Rajoy cometió el «sacrilegio», en un ejercicio de realismo nunca entendido ni agradecido de cambiar las subidas equiparadas al «IPC» por un sistema más ajustado a la realidad económica y demográfica. Todos tuvieron su coste político, solo que es ahora cuando las graves circunstancias obligan a dar el paso con auténtica altura de miras. Países de eso que llamamos nuestro «entorno» y en los que pretendemos vernos reflejados como Alemania, Suecia o Italia ya han dado el paso comenzando a establecer un vínculo imprescindible entre factores como el nivel de prestaciones o la edad de jubilación e inevitablemente la propia esperanza de vida. Se trata –y en ese desierto viene clamando el propio banco de España– de reformar el nexo entre contribuciones realizadas y las prestaciones recibidas, con una mayor información de los trabajadores cotizantes a propósito de lo que en un futuro acabarían percibiendo, entre otras medidas cuyo realismo debería ser proporcional a la huida de cualquier tentación electoralista. En España hay más de seis millones de pensionistas que, además de percibir su pecunio del estado, acuden a las urnas cuando toca ratificar o cambiar gobiernos, cierto, pero la gravedad del momento exige gestos menos cortoplacistas, la cuestión es quien le pone cascabel a ese tigre.