Opinión

Suicidio y eutanasia

A los periodistas siempre nos dijeron que no había que decir ni «mu». De la misma manera que nuestros padres callaban sobre sexo, los servicios sociales repetían que la autolisis se multiplicaba por imitación. Y era verdad que no había dos sin tres: pasamos por modas terribles de chicas que se arrojaban por el viaducto madrileño o chicos que saltaban al tren. Ahora, los especialistas sanitarios empiezan a darse cuenta de que cerca de 4.000 suicidios anuales en España exigen una actitud proactiva. Hay que hacer algo.

Siempre he sostenido que el suicidio es un síntoma. Es la cara pública de la peor de las enfermedades. Me lo explicó Francisco Alonso Fernández, quien fuera presidente de la Asociación Europea de Psiquiatría Social. A saber: la vida está codificada para la super-vivencia, siempre, y los impulsos tanáticos son patológicos por definición. Son síntomas de grave depresión. Por ser contrarios al impulso vital.

Es crucial este principio científico porque permite, ente otras cosas, el consuelo de los deudos del suicida, que participan secularmente del estigma social del que se quita la vida. ¿Cuántas generaciones, en cuántos pueblos, han tapado la historia del abuelo, el tío, la prima que se ahorcó? La vergüenza se sumaba al dolor en las familias. No, el suicida es un enfermo. Como el diabético o el que tiene Epoc. Nadie tiene la culpa.

Hay métodos para combatir el suicidio. Pasan por los lazos sociales, la verbalización, el apoyo colectivo. No hay que temer hablar de él porque no aporta nada bueno. Es el final. Del dolor, sí, pero también de todo placer futuro y posible. Ahora bien, para triunfar colectivamente sobre la pulsión tanática, sobre el deseo de muerte, tenemos que poder descalificarlo con la misma fuerza con que tachamos los malos tratos o la pederastia, sin paliativos.

He aquí un problema. Porque a la vez que se aborda, muy poco a poco, el drama del suicidio, se intenta impulsar la mentalidad que justifica que la vida no siempre merece la pena y que, en ocasiones, ingerir un veneno letal puede ser una «solución». No estoy estigmatizando a los partidarios de la eutanasia. Sólo digo que hacen flaco favor a la lucha contra el impulso letal. Porque una cosa es quitar el dolor a una persona aun a costa de adelantar su muerte –el cuidado paliativo- y otra muy distinta considerar que no toda vida merece la pena.

Por este hueco insospechado –el de la Ley de Eutanasia, que de nuevo pasa hoy por la Cámara de los Diputados– se cuela no sólo la incapacidad para hacer una Ley de Cuidados Paliativos que nos garantice una muerte dulce a todos, sino la perplejidad moral ante los suicidios.