Opinión
En blanco y negro
Estoy un poco hecho un lío. «The New York Times» publicó una lista de las mil personas más influyentes en Estados Unidos y determinó que los apellidos hispanos y portugueses, incluidos los procedentes de la Península Ibérica, no corresponden a personas blancas. Francamente, me resulta indiferente lo que piensen ellos del color de los españoles, así, en general, como si fuéramos un conjunto perfecto y uniforme (aunque si algo no somos es eso), pero no deja de sorprenderme el afán por clasificar y distinguir.
Es posible que ese estudio quisiera denunciar el hecho de que las «minorías raciales» están muy lejos de las élites y en alguna mente bienpensante resultaba buena idea. Pero no hace más que incidir en la raza, esa palabra, qué resonancias. Para combatir el racismo se ve que hay que hablar mucho de razas y numerar a las personas por su color de piel. Al menos así lo piensan en Hollywood, donde también tienen mucha preocupación por dejar claro que ellos están en el «bando bueno», en el de hablar de las razas, pero para bien. Ya saben, la Academia establece una serie de condiciones para que una película pueda ser candidata al premio a la mejor del año. Se trataría de incluir una serie de porcentajes en los equipos técnicos y artísticos que reflejen la «diversidad» social. De lo contrario, una cinta unirracial (como «Parásitos», la coreana que arrasó en los últimos Oscar) no es apta para llevarse el galardón. Faltan negros en el cine coreano, es una realidad intolerable.
Los españoles llevamos muchos siglos tratando de saber quiénes somos y no van a llegar artículos del «New York Times» que resuelvan la ecuación. No somos blancos, eso lo intuimos, pero negros diría que... Debemos estar en alguna gama del marrón, aunque café con leche es siempre café. Lo que sucede es que si digo que no soy blanco quizá me esté apropiando del espacio cultural de los realmente oprimidos. Por otros blancos como yo. Bueno, un momento, lo que quiero decir es... Intento seguir escribiendo esto sin salirme de los márgenes de la corrección política y veo cómo se estrechan delante de mis ojos hasta que ando como un funambulista por un cable de acero. Solo espero llegar al final y que no termine cortándome una pierna.
Mi padre me enseñó que no somos un designio divino, sino fruto del azar y de nuestras experiencias, que moldean nuestra identidad. Y que por tanto, nacer madrileño y blanco (yo pienso que soy ambas cosas, perdónenme si molesto) es una desgracia como otra cualquiera. No supone ningún mérito individual y por tanto no se puede estar orgulloso de ello. Sería como estarlo de que el cielo sea azul. Tampoco cabe estar avergonzado, faltaría más. Aprendí a amar mi país conociéndolo y leyendo y viajando, y haciéndome preguntas que nunca consigo responder y que intuyo que nunca será cosa de blanco o negro.
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