Opinión

Otoño en el pueblo

En estos tiempos extraños, en los que la peste nos mete en casa y se apodera sobre todo de los barrios populares de la ciudad, hay vecinos de esos barrios abigarrados y en riesgo permanente de cuarentena que sueñan con dejar el piso y volverse al pueblo de donde vinieron un día lejano con la maleta de madera a cuestas. El coronavirus está impulsando, todavía tímidamente, el regreso al campo. De persistir la crisis sanitaria, esta tendencia puede acelerarse y aliviar de paso el problema de la despoblación. De hecho está aumentando la demanda de casas en los pueblos. La supervivencia en tiempo de crisis, en este caso tanto crisis sanitaria como económica, el estrés y la desesperación son razones de peso para un cambio radical de vida en busca de sosiego. Es, sin duda, tentador, para los pensionistas en buen estado. El teletrabajo con las nuevas tecnologías facilita las cosas, principalmente a los jóvenes, que deambulan embozados por la ciudad, con su ordenador a cuestas, como única posesión valiosa.

La adaptación al cambio no será fácil. Pero el ser humano es un animal que se adapta. Puede que algunos que lean esto sueñen, como yo, con lo que dejaron entonces. Pero todo ha cambiado desde que llegaron las máquinas, aunque no todo esté perdido. Ahora empieza el otoño, que siempre me ha parecido la estación más hermosa en las Tierras Altas. Permítanme que eche mano de mis recuerdos, como si todo siguiera igual. El otoño, como ya tengo escrito, sigue siendo la placidez de la edad madura. Es una yunta de bueyes arando en la acuarela lejana de la tarde. Es tiempo de recoger la cosecha de la huerta y recolectar los frutos silvestres: moras, gayubas, maguillas, bellotas, bizcobas, endrinas…Tiempo de binar y sembrar en el barbecho bien aciemado. Oler a tierra, a mineral y a lluvia. Oír el ruido de los arados de madera, arrastrados por la yunta calle abajo. Sentir al anochecer los balidos largos de las ovejas recién paridas. Salir de caza con la primera luz del día en busca de la liebre encamada en el aulagar o el bando de perdices que anda por el cabezo del sabinar. Y escuchar a las 12 desde lejos el toque del Ángelus… Tiempos que no volverán, pero siempre nos quedará, como contraste con la ciudad, el silencio del campo y el aire incontaminado, libre de coronavirus.