Opinión
¿Indestructible?
Cuando Rajoy gobernaba entre 2016 y 2018, mucha gente mostraba su admiración ante la extraordinaria habilidad política de un hombre capaz de sobrevivir a lo que ser parecían las situaciones políticas más difíciles y sin contar con una mayoría en el Congreso. Se pensaba, además, que Rajoy había encontrado la clave de la gobernación al centrarse en las realidades económicas: las «cosas» como dijo alguna vez citando a Ortega y Gasset. En la realidad tangible, sin embargo, todo se basaba en el apoyo del PNV y en cuanto este falló todas las «cosas» se vinieron abajo y la reputada solidez de una política centrada en la gestión y en el sentido común se desvaneció en el aire.
Es un aviso para quienes andan ahora diciendo de Sánchez algo parecido a lo que se solía decir de Rajoy. Y es que, ahora como entonces, es posible gobernar sin mayoría absoluta con tal de saber mantener los apoyos. Hay una diferencia fundamental, sin embargo. La baza de Rajoy eran las «cosas», en particular las de comer. La baza de Sánchez es que esa «cosa» es otra «cosa». A Sánchez y a su equipo de La Moncloa las «cosas» no les interesan. Aún menos les importan a sus socios peronistas, que desconocen en qué consiste gestionar, incluso en momentos tan dramáticos como estos. Lo que cuenta para Sánchez y sus amigos es algo distinto, relacionado al mismo tiempo con los derechos y la expresión identitaria. Se habla mucho de imagen y de propaganda. Está bien, pero la imagen y la propaganda cobraron una importancia crucial desde que el ser humano inventó el Estado, y con él la política en la forma en la que la conocemos, hace ahora varios miles de años. (Otra cosa es que algunos partidos no se hayan enterado todavía).
Lo nuevo no es eso, como no lo es tampoco el cinismo demagógico, al borde del populismo, de los socialistas. Lo nuevo es que han comprendido a la perfección la importancia que tienen los derechos y la expresión identitaria en la política actual. Y más específicamente en nuestro país, donde las dos cuestiones han ido de la mano en la invención y la construcción de nuevas naciones, en particular la vasca y la catalana, y en la configuración de identidades regionales que rozan siempre, por no decir que aspiran, a la nacionalidad.
Antes era concebible que un partido nacional alcanzara la mayoría absoluta. Ahora es misión imposible. La gobernación de España está por tanto en manos de nacionalistas. Y estos no tienen ya ni interés ni incentivo alguno en demostrar una lealtad ni siquiera aparente a la nación y a sus instituciones. Ahora, gobernar requiere aceptar el hecho y el derecho identitario nacionalista. Y de paso, como si no hubiera ninguna contradicción, los derechos individuales sin límite, blindados por un Estado… cada vez más débil, como era de esperar. Es el paso que dieron Sánchez y su equipo en algún momento antes de la moción de censura de 2018. Culminó en aquella tarde extraordinaria, inconcebible para los usos políticos del «régimen del 78».
El gobierno de Sánchez queda colocado en una situación paradójica. Muy fuerte, incluso en una crisis tan monumental como la que estamos viviendo, porque ha comprendido cómo se ha transformado el Estado democrático y social de nuestro país. Muy débil, porque la realidad sobre la que se sustenta es ingobernable, literalmente, y su apariencia de cohesión depende del golpe de efecto permanente y del perpetuo desafío emancipador: contra la sociedad heteropatriarcal, contra el franquismo, contra el gobierno de los jueces, contra la manipulación de la opinión, contra la ultraderecha… Y además empobrecido. Por mucho que se agite el árbol, las nueces no se convierten en euros.
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