Opinión
“El asalto de la izquierda a la Justicia”
A la actual mayoría de la investidura solo le falta controlar el Poder Judicial
Todo el mundo conoce que Montesquieu estableció en 1748 en su obra El espíritu de las leyes la clásica y manoseada definición de la separación de poderes. Era una cuestión sobre la que se venía reflexionando desde hacía tiempo, aunque sería este jurista el que le daría la forma que ha llegado hasta nuestros días. El filósofo inglés John Locke lo había teorizado en 1690 en el Segundo Tratado sobre el gobierno civil, aunque se refería a un poder legislativo que creaba las leyes, uno ejecutivo que velaba por su ejecución y aplicación y uno federativo que se encargaba de las relaciones internacionales como hacer la guerra, celebrar tratados y establecer las relaciones diplomáticas.
Hacía dos años que había triunfado la Revolución Gloriosa y se había expulsado al rey Jacobo II poniendo en su lugar a su hija María y su marido, el estatúder Guillermo de Orange, ambos protestantes. Con ello se concluía el ciclo de las revoluciones inglesas y las guerras de los Tres Reinos que comenzaron con la guerra de los obispos, siguieron con las dos guerras civiles entre Carlos I y el Parlamento, que finalizaron con el juicio y ejecución del rey. La monarquía fue abolida y se instauró en 1649 la República. Oliver Cromwell, un político brillante y un brutal dictador militar, se convertiría en 1653 en el lord Protector de la Commonwealth de Inglaterra, Escocia e Irlanda hasta su muerte y sería sucedido por su hijo Richard que en 1659 fue apartado del poder por el general Monck. Es el único período en que Inglaterra no ha sido una monarquía. Fue el regreso de los Estuardo con Carlos II, hijo del rey ejecutado, y su hermano Jacobo. Las revoluciones inglesas y los profundos cambios políticos y legales que comportaron fueron inspiradoras para los políticos e intelectuales del XVIII.
La consolidación de un gobierno que respondía ante el Parlamento se vio favorecida porque Jorge I y Jorge II, príncipes electores de Hannover, eran alemanes y sucedieron a la reina Ana, la otra hija de Jacobo que al igual que su hermana no tuvo herederos. Los dos hablaban mal inglés y no mostraron gran interés por el gobierno. Esto hizo que se consolidará la figura del premier y el gabinete que ha llegado hasta nuestros días. La Revolución Norteamericana o Guerra de la Independencia, aunque fue sobre todo una guerra civil entre ingleses, sería otro elemento fundamental previo para la Revolución Francesa y el comienzo del ciclo revolucionario que se viviría en el siglo XIX alumbrando el modelo de constituciones europeas que consagran la separación de poderes.
La Constitución de 1978, cuya rigidez es evidente, establece claramente ese modelo, pero realmente nunca ha existido porque el ejecutivo siempre ha controlado, generalmente con mano férrea, el legislativo. El sistema anglosajón sí permite que exista una auténtica división porque los diputados son «propietarios» de los escaños mientras que en nuestro caso son listas cerradas decididas por las cúpulas de los partidos. Es verdad que la crisis institucional que vivimos ha fraccionado las Cámaras y acabado, por lo menos temporalmente, con el bipartidismo imperfecto que habíamos vivido desde la Transición. El único poder que había permanecido relativamente independiente había sido el Judicial. El sistema de oposiciones, aunque perdió su perfección con el politizado mecanismo del acceso por medio de los turnos, entre los que no incluyó el quinto para el Supremo, ha garantizado la existencia de unos jueces que han velado por algo tan obvio como es el cumplimiento de nuestro ordenamiento legal.
El Parlamento ha sido útil para la Prensa que es el cuarto poder. Thomas Maculay, entrado el siglo XIX, dijo en la Cámara de los Comunes que «en esa Galería de Prensa que tenemos delante de nosotros se sienta el Cuarto Estado, el cuarto poder, que es el más importante de todos». Los oradores hablaban en los Comunes pensando en la tribuna donde se encontraban los periodistas. El Congreso y el Senado han sido en España instrumentos al servicio de la voluntad de la Moncloa que imponía sus decisiones, insisto, con algunas excepciones, hasta las elecciones de 2015.
El Parlamento fue simplemente un altavoz en momentos de crisis económica o escándalos de corrupción, porque las mayorías eran sólidas al servicio del partido en el gobierno. Felipe González perdió el poder por culpa de la corrupción y si la campaña de 1996 hubiera durado unos días creo que hubiera ganado; el atentado del 11-M impidió que el PP siguiera en el gobierno y el PSOE lo perdió en 2011 por la brutal crisis económica. En el caso de Rajoy no supo gestionar con transparencia y respeto a la ley, como se está demostrando estos días, la corrupción del caso Gürtel y una sentencia con una frase metida con calzador propició la victoria de la moción de censura.
A la actual mayoría de la investidura solo le falta controlar el Poder Judicial. Con ello se podrá cumplir el augurio de Pablo Iglesias cuando dijo hace unos días a los diputados del centro derecha que «nunca se volverán a sentar en el consejo de ministros». El objetivo de socialistas, comunistas e independentistas es controlar el Consejo General del Poder Judicial por lo que ya tendríamos, dicho irónicamente, un único poder que sería el ejecutivo y sus aliados parlamentarios. Esto explica la campaña que se ha desatado y la inflexibilidad de la izquierda a la hora de garantizar que este órgano constitucional sea realmente independiente. La situación es tan escandalosa que se quiere reformar la ley con la excusa de desbloquear la renovación del Poder Judicial, cuando lo que realmente se busca es que sea un instrumento para que el centro derecha nunca se vuelva a sentar en el consejo de ministros.
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