Pablo Iglesias
Justicia
Si el vicepresidente de un gobierno tiene ya un conocimiento previo de lo que va a decir un tribunal, cómo no habrá de tenerlo su jefe
El viejo funcionario jubilado levanta la vista del periódico para dejarla caer contra las fachadas borrosas y el movimiento de figuras sin forma al otro lado de la calle. Con la mirada perdida en ese fondo impreciso, le resulta más fácil concentrarse en lo que acaba de leer. O sea, se explica en voz baja, como la justicia me anula el plan por falta de armazón legal, subo un peldaño, declaro la Alarma y a ver quién es ahora el guapo que me corrige. Se arriesga, estima el hombre, a que otro tribunal, el Constitucional, que es el que habría de pronunciarse sobre un recurso al Estado de Alarma, le vuelva a atizar un zasca. Otra derrota política, ¿no? Pero seguro que sabe lo que está haciendo. Vuelve el jubilado al periódico, buscando algo que acaba de recordar haber visto hace un instante, y que viene muy a cuento. Sí, aquí está. Claro, así cualquiera: dice Pablo Iglesias que todo el mundo sabe lo que va a decir el Tribunal Supremo sobre la petición de que se le impute por lo de la chiquilla que trabajaba con él e intentó proteger guardándole la famosa tarjeta telefónica.
Quieren que responda y se defienda de algunos delitos que según un juez habría cometido aprovechando todo aquello… a ver, sí, denuncia falsa entre otros. Y él dice que es imposible que le imputen y que sabe ya lo que va a pasar.
Claro, si el vicepresidente de un gobierno tiene ya conocimiento previo de lo que va a decir un tribunal, cómo no habrá de tenerlo su jefe, el presidente. Por eso aplica la Alarma arriesgándose a otra derrota: él también sabe lo que va a pasar.
Qué tiempos éstos, se dice el hombre volviendo a levantar la vista del diario. Pero esta vez no la deja descansar en el horizonte de hormigón y enfoscados, sino que pasea su mirada sobre el movimiento de la calle: muchachos con mascarilla, una señora que viene de la compra y arrastra el carro con dificultad, también enmascarillada. El taxista, el frutero que se apoya en la puerta de su comercio esperando a sus clientes, la pareja de policías que pasea calle arriba y se detiene junto a la boca del Metro. Todos con mascarillas. Blancas, azules, de colores, a juego. Es como irreal, un cuento lejano e improbable que sin saber muy bien de qué manera, se nos ha colado aquí hecho presente.
Qué tiempos estos en los que el presente es como una pesadilla futurista y el pasado se nos desordena de forma que lo más reciente es lo más viejo y lo lejano lo de ayer. Vuelve al periódico. Si, aquí está. Que dice la líder de Podemos en el País Vasco que la detención de tres etarras hace unos días está «fuera de lugar y no aporta nada» y que es «una inercia del pasado». Bueno, está bastante reciente, pero vale. Lo que no le encaja demasiado es que el partido de esta señora sea el mismo que está empeñado en ajustar cuentas con el franquismo o lo que queda de él. Recuerda muy bien el atentado de ETA, allí abajo, a tres manzanas, junto a la M-30, y piensa qué fresca está la sangre derramada y qué vivo se mantiene aún el dolor. Los vascos, menudos son, han ido recuperándose poco a poco de cuarenta años de terrorismo que ha dejado en sus cunetas, en sus calles, en sus cuarteles, casi mil víctimas. Y lo están consiguiendo. El olvido, y en muchos casos el perdón, forman parte de la terapia de recuperación. Y funciona. Pero el perdón no exime del pago de las deudas pendientes. Más aún, le parece, cuando ni los terroristas, ni sus aliados civiles, ni esos herederos suyos que se ofrecen orgullosos a un Sánchez que acepta encantado, han pedido perdón ni piensan hacerlo. La Historia no es selectiva, todo lo más, interpretable. La memoria sí, pero ahí está la Historia para corregir. Claro que hay que hacer justicia a las víctimas del franquismo y desenterrar los huesos perdidos de la guerra para permitirles descanso. Pero no se puede al mismo tiempo privar del suyo, que es precisamente la justicia, a las víctimas cuya sangre está aún fresca.
La justicia, ¿o elevo su dignidad pensándola en mayúscula? Si, la Justicia, discurre el viejo funcionario jubilado mientras pliega el diario y con él bajo el brazo se dirige calle abajo por la Avenida de la Albufera, en su Vallecas del alma. La Justicia, que todo ha de ampararlo y todos invocamos. ¿Dónde está hoy la Justicia? En qué letra pequeña, en qué despachos, quién la ambiciona o la utiliza ¿Quién la preserva o quién se la apropia?
Será que como todo, como el presente de mascarillas o el pasado en desorden, vive un tiempo extraño y revuelto. Porque si mira alrededor piensa que no hay Justicia y si vuelve a abrir el periódico –que ya sería sin ganas– estima que sobra tanta, como descaro e indecencia al manejarla.
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