Opinión

Elogio de un enfado

«Hasta aquí hemos llegado» debería ser el lema del escudo de esta nación

España es la historia de un cabreo y por eso a Pablo Casado se le entendió tan bien durante la moción de censura de Abascal a Pedro Sánchez. El mosqueo ha sido el motor de este glorioso país, la fuente y la solución de todos sus problemas y por eso, al partir peras con Vox, el líder de la oposición engarzó con la tradición española del enojo, un corpus emocional e inflamable de mensajes que advierten que fulano ha abandonado el grupo de Whatsapp, del camarero que le para los pies al cliente y las gotas que colman los vasos.

Todo el espectro político –o casi–, conectó con Casado en el momento en el que dijo a Vox «hasta aquí hemos llegado», tuviera o no tuviera razón. «Hasta aquí hemos llegado» debería ser el lema del escudo de esta nación que pueblan ciudadanos muy distintos en fondo y forma que guardan en la mente a alguien al que pretenden «soltar cuatro cositas», y que un día se las sueltan.

Hubo en ese discurso un cruzar el Rubicón y un quemar las naves que son condición indispensable del reconocimiento al cabreado. El perfecto héroe es ese paisano que entra en el despacho del jefe a cantarle las cuarenta sabiendo que decir lo que va a decir puede significar su despido. Lo de Casado aludía a ese momento de gloria en el que el jefe le pregunta al enfadado si sabe que lo que está diciendo va a tener consecuencias y este le replica que no le importa. Cuanto más haya que perder, mayor es el honor. El cabreo genuinamente español tiene un precio. Casado tenía tanto que perder en la ofensa a los millones de votantes de Vox y sus aledaños que en esa posible derrota anidaba su victoria. Puede ser que haya votantes que en las próximas elecciones –largo me lo fiáis–, encuentren razones para votarle en aquel arrebato descarado de integridad.

Y puede ser que no, o que Casado haya abierto un cisma irreconciliable en la derecha que perpetúe al socialismo en el gobierno, y de ahí su alegría. Al menos, Casado y el PP se situaron, después de un tiempo en el que políticamente pretendían estarse quietos, aunque sin saber dónde. Durante la sesión, anoté en mi cuaderno que en los últimos dos años, Casado estaba buscándose socráticamente en un ensimismamiento como de quedarse privado ante la máquina del vending de Génova. De pronto, parecía hallar esa cosa efímera y desdibujada que los analistas llamaban «el tono del PP», pero a la semana siguiente en España se montaba otro follón político que lo volvía a descolocar y tenía que empezar de nuevo. Desde que apareció Vox, el Partido Popular fue un cálculo eterno, el exasperante relojito de la pantalla cuando decimos que el ordenador «está pensando».

El enfado con Abascal encontró de alguna manera un tono universal y reconocible, pero sobre todo, definitivo en la medida en la que sienta una posición fija. De semejante ofensa –excesiva en lo personal a Santiago Abascal–, no se vuelve. Ahí es donde sus sorprendidas señorías de la no-izquierda reconocieron durante el discurso que en Casado había un líder, el que fuera. No es que en su discurso demostrara los defectos de Abascal, es que las Españas descubrían a un tipo que tenía en las venas algo más que horchata.