Opinión

Los viejos

No son buenos tiempos para los viejos. Ocupan la primera línea en el frente contra el coronavirus, y van cayendo como moscas. La nueva ofensiva del maldito virus va otra vez contra ellos. Conviene advertirlo. Es una generación a la que le ha tocado estar siempre en primera línea de combate. Y están indefensos. Para algunos funcionarios desaprensivos de la cosa, son seres improductivos y costosos para la Seguridad Social, y para algunos jóvenes son los culpables del toque de queda. Muchos están aparcados en residencias solitarias de la ciudad, cerradas ahora a cal y canto, otros caminan renqueantes por las calles vacías de los pueblos vaciados, apoyados en su cachava. Van camino del ambulatorio con la cara tapada, el rato que está abierto, en busca de las recetas para la tensión, el reúma o el colesterol, o para conocer el resultado de los últimos análisis. Cada año quedan menos en el padrón municipal y hay más cruces en el cementerio. Los supervivientes esperan pacientemente su turno, a la distancia establecida, en la fila del ambulatorio o junto a la camioneta del pan, del pescado o de la fruta.

Se conforman, agradecidos, con la menguada pensión y con la esperanza de seguir «día alante». Llevan la larga sombra a la espalda. Lo que más les abruma es la soledad. Se han quedado poco a poco solos, como se podan las ramas del árbol hasta dejar el tronco indefenso a la espera del hacha. No lo dicen, pero lo peor es tener que morir solos en un rincón del hospital. A estas alturas de otoño, el frío se mete en los huesos. Entre eso y la obligación de mantener las distancias de seguridad, ni siquiera pueden ligar un rato la hebra y compartir el tabaco y los recuerdos con otros supervivientes como ellos, sentándose al sol en el parque o en los poyos de la plaza.

Digo que lo viejo no está de moda. Sobra. Sin ir más lejos, al frente de los partidos hay que poner a jóvenes apolíneos. A la generación política que ejerció la titánica tarea de traer la democracia y la concordia a España se la margina sin agradecerle siquiera los servicios prestados. Al contrario. No faltan los idiotas que le piden cuentas. Es todo un síntoma. Lo mismo que el criminal descuido con los mayores ante la ofensiva de la peste. Todo un síntoma de ingratitud e inhumanidad, que nos retrata.