Opinión
El legado de Trump
Muchos recordamos la noche de la victoria electoral de Trump, hace cuatro años. Entre otras cosas, se había desencadenado un terremoto que iba a barrer los fundamentos mismos de la democracia liberal a uno y otro lado del Atlántico…. No ha ocurrido exactamente así, pero desde entonces, hasta la misma noche de las elecciones cuatro años después, no han dejado de deparar sorpresas. En ese sentido, el personaje no ha defraudado. Habrá quien lo considere un cínico, un hombre de negocios que vio una oportunidad y se apresuró a atraparla. Si lo fuera, es probable que hubiera limado los rasgos más hirientes de su propio personaje, lo que le habría asegurado la reelección, incluso con la crisis del covid-19 por medio. Como Trump nunca ha hecho el menor esfuerzo en ese sentido, parece lógico pensar que el personaje es el hombre, sin más. Habrá quien hable de una equivocación garrafal de los votantes norteamericanos. Y habrá quien haya visto en el personaje una demostración de la intensidad característica de la democracia norteamericana, que nunca ha tenido miedo al ruido, al exceso, a la desmesura.
Próximo su final político, el personaje narcisista y bufonesco cobra un cierto tinte trágico. Trump se lo ha jugado todo en el personaje que asumía en primera persona lo que él pensaba que sus votantes le pedían: descaro, grosería, mezquindad, mal gusto, vulgaridad. Es lo que ha conectado al empresario –neoyorquino prototípico, de cuando Nueva York era todavía el primer puerto del mundo– con la gente común y corriente. Ahora las cosas vuelven a su cauce, y los políticos profesionales, a lo que piensan que es suyo.
El choque, de dimensiones épicas, dejará su huella. En Estados Unidos, donde el legado de Trump es una coalición consolidada de trabajadores y clases medias, con posibles incorporaciones de parte de los jóvenes y algunas minorías (en particular hispanos). No parece verosímil que vayan a olvidar que su voz cuenta frente a la otra coalición de las elites, los grandes empresarios, sobre todo tecnológicos, la minoría afroamericana y los jóvenes y las elites con estudios superiores (es decir, izquierdistas, porque a ese punto se ha llegado). Trump, con todos sus defectos, ha devuelto la fe en la nación que perdía pie ante el avance de las políticas de identidad. «Make America Great Again» y «America First» no son simples bravuconerías. Implican una forma de ver el mundo en el que la nación juega un papel central. La derecha norteamericana ha aceptado el término de «nacionalismo», pero es «patriotismo» de lo que está hablando.
En el exterior, tampoco este legado se podrá echar en saco roto. Y no sólo por los consensos que ha suscitado en algún caso, como es la oposición a la hegemonía china, sino porque pone en cuestión el sueño postnacional tan propio de la Unión Europea del siglo XXI (no de la de antes). Los franceses, los irlandeses, los holandeses ya le dijeron «No» en su momento. Luego vinieron los británicos y algunos grandes países del Este. El sueño continúa, sin embargo. La salida de escena de Trump parece facilitar las cosas. Lo hará a medias, porque esa UE sigue necesitando que alguien la proteja, y la nación que lo hacía ha dejado de creer en su misión de gendarme del orden postnacional, que las elites suelen llamar liberal. Ya no las atosigarán más con el famoso 2% dedicado a defensa, pero a medio, y tal vez a corto plazo, tendrán que arreglárselas para defenderse por su cuenta. El mes de noviembre del que le gusta hablar a Ivan Krastev, esos largos treinta días sin liderazgo en Washington, puede ser dar pistas de la nueva situación. No estaría mal que las elites de la UE estuvieran dispuestas a hacer lo que hasta hace poco han estado haciendo los soldados y los marines norteamericanos. Biden y su equipo de gobierno podrán disimular. Reincorporarán a Estados Unidos al Tratado de París, se mostrarán dispuestos rebajar algunas exigencias arancelarias, se interesarán por la situación de la OTAN, tal vez incluso vuelvan a la OMS, con gran regocijo chino… Pero no lograrán recomponer un consenso sobre la misión hegemónica de Estados Unidos. Mientras, en Europa, lo que parece un golpe a los populismos, tal vez se convierta en un espaldarazo, ahora que se ha comprobado la solidez del movimiento en Estados Unidos. La Presidencia de Biden está basada en una coalición de fuerzas políticas hiperidentitarias, con intensas connotaciones racistas. Pensar que una administración como esta va a debilitar los movimientos patrióticos y de reivindicación nacional en Europa es hacerse ilusiones. Más bien los exasperará, sobre todo si las elites de la Unión siguen empeñadas en negarse a ver la realidad.
José María Marco es profesor asociado doctor en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid
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