Opinión
Lo público
La izquierda española se encuentra tan huérfana de los ingredientes conceptuales que, en el pasado, dieron lugar a la consolidación de su pensamiento y sus propuestas políticas –tanto da si se inspiraba en el marxismo, como si lo hacía desde la ruptura con éste para afirmar su vocación democrática– que se ha convertido en una especie de lorito hablador que repite tópicos y consignas, las más de las veces vacías de un significado más o menos comprensible. Una de ellas concierne a la defensa a ultranza de «lo público», hasta el punto de conducirla hacia la exaltación de la estatalización como único procedimiento de alcanzar sus fines políticos. Lo estamos viendo estos días con ocasión de los debates sobre la Ley Celaá. Lo público se ha configurado, en este caso, como el tótem que destila totalitariamente la esencia de la concepción izquierdista de la educación. No se trata de ofrecer a los escolares renovación pedagógica, enriquecimiento de competencias y conocimientos, incentivos para que se impliquen en el aprendizaje o mejora sustancial del nivel científico y profesional de los profesores. No, en absoluto. De lo que se trata es de que sea el Estado quien eduque a los niños y adolescentes, expulsando de esa tarea al sector privado, principalmente a las instituciones que sostienen actualmente la enseñanza concertada. Y la manera de hacerlo no es otra que la de propiciar su ruina; un método éste de clara inspiración autoritaria que, por cierto, fue utilizado durante la dictadura del General Franco para lograr la estatalización de determinados sectores y empresas. Y lo que vale para la educación, vale también para las pensiones, la sanidad y tantos otros asuntos colectivos: estatismo para todo.
No busque el lector un mayor alcance conceptual de lo público porque, para esta izquierda pedestre, de lo único de que se trata es de estatalizar. En su estrechez, no puede pensar en otras posibles formas de ofrecer servicios a los ciudadanos. Lo público se concibe así como superior en su esencia a lo privado. Y con este dogma en la mano no cabe otra cosa que rendirse al Leviatán.
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