Opinión
El monolito de Utah: un cuento de 2020
“El secreto fue lo peor. Nadie sabía quién lo habia puesto ahí. El gobierno tampoco sacó a ningún portavoz. Estarían en algún programa de televisión”
El monolito había sido descubierto por casualidad por un helicóptero que contaba ovejas.
Aunque sólo iba por la décima el que contaba estaba a punto de dormirse hasta que, de repente, un codazo le hizo sobresaltarse y abandonar su duermevela. Dio un gruñido. Es raro, porque por las noches le cuesta dormir, por más ovejas que cuente. Otro codazo fue definitivo. El piloto señalaba una sombra extraña en esa zona desértica de Utah, tan parecida al suelo de Marte. Era un trozo de metal, que crecía en vertical. «Es lo más extraño que he visto en mi vida», dijo, antes de ir a inspeccionarlo. No había ni ovejas ni rastro de sueño y sí el aire seco y silencioso del desierto.
Cuando lo comunicaron, las autoridades les pidieron discreción, pero era tarde: corría por las redes sociales, saltaba en los post de Instagram y sumaba clicks en los digitales. Los periodistas preguntaron y las respuestas fueron vagas e imprecisas pues no querían desvelar el lugar exacto.
El secreto fue lo peor. Nadie sabía quién lo había puesto ahí. Los artistas que suelen colgar sus obras en lugares salvajes y recónditos aparecieron en televisión negando su autoría. El lugar estaba muy lejano y era desapacible. Además, una persona sola no podía haberlo hecho. Los dos guardias reconocieron que al acercarse temieron ser abducidos o algo peor.
El gobierno tampoco sacó a ningún portavoz. Estarían en algún programa de televisión.
La explicación más verosímil era que aquello era un mensaje no terrenal. Una advertencia, un faro o una puerta para escapar de una tierra confinada y donde un virus mortal acecha en cada abrazo. Las notificaciones de whatsapp se multiplicaron y Twitter, en ninguno de los mensajes que se escribieron, advirtió que esa teoría podía ser falsa. Tim Slane reprodujo en Reddit el vuelo del helicóptero y encontró en Google Earth y el sitio exacto. David Suber cogió su camioneta, su gorra y condujo seis horas en soledad, como en sus años en el ejército estadounidense cuando su destino era salvarnos de los malos.
Fue el primero en llegar, pero muchos iban detrás. Con escopetas, con cámaras de fotos, con rosarios o con todas sus pertenencias. Una vio una luz; otro, la cara de Maradona. Había gente dispuesta a acampar y algunos querían ya construir una iglesia. No había cobertura y las únicas llamadas que llegaban eran las de los comerciales de Orange; y la única radio, Radio María.
Pero una noche, cuatro hombres llegaron en silencio, empujaron, golpearon, tiraron y destrozaron el monolito. Lo subieron, después, a una carretilla. Antes de irse, miraron atrás una vez más: para comprobar que no dejaban rastro.
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