Opinión

El leñero y su hijo

Al punto de la mañana, aún de noche, el camión de la leña llega a la puerta de casa. Es un día frío de comienzos de diciembre en esta orilla de Madrid que mira a la Sierra. Se barrunta ya la primera nevada. No sería extraño que mañana la Sierra apareciera blanca. Antonio, el leñero, viene «de la parte de Guadalajara». Le acompaña su hijo, un mozo juncal, listo y poco hablador, con el pelo cortado a navaja, que hace de ayudante. Los dos llevan el bozal reglamentario. «Mi madre –me confiesa el padre– murió en marzo por el coronavirus; en dos semanas, adiós». El hijo acarrea la leña en carretilla desde la camioneta y el padre la va apilando con esmero en un rincón del desván. Así se ganan la vida. Hace un año, cuando vinieron en diciembre con la leña, el chico se disponía a irse en primavera con una beca a una Universidad americana, y aquí está. «El virus lo impidió», dice. «Mejor así –añade el padre–, yo tengo 58 años y estoy destrozado de la espalda con una enfermedad degenerativa y dolorosa; ya le he dicho: “yo no duraré mucho y todo el negocio será tuyo”; le dará para vivir». El hijo sonríe: «Por lo menos tendré trabajo, que es lo más importante en estos tiempos». Y siguen apilando troncos en silencio. Esta es la España que madruga, la España del sudor y del silencio.
Mientras los observo, me viene el recuerdo de la corta de la leña en Sarnago. Vuelvo a oír el rítmico tac-tac de docenas de hachas en el robledal de la dehesa, un rito anual cargado de sentido ecológico, que servía para conservar el monte siempre intacto y que abastecía de leña a las casas para el largo invierno antes de la gran nevada. Sobre las hojarascas extendía la madre el mantel de cuadros y toda la familia, sentada al rededor, compartía el puchero caliente. La corta de la leña de la dehesa era una fiesta. La vida en el pueblo dependía del bardal, de la escuela y de la despensa. Ahora ya no hay sol en las bardas, no hay bardales. Ni escuela. Ni perros sueltos en las calles. Ni humo en las chimeneas. Ni gorriones en los tejados. Y las casas están cerradas…
Antonio, el leñero, y su hijo terminan la faena. Está saliendo el sol. No quieren un café ni una cerveza, sólo un vaso de agua. Arranca la camioneta y se van con la carga de leña a otra casa. Al padre le duele más la espalda. El hijo pone música y por un momento piensa seguramente en la Universidad americana.