Opinión
Síndrome de la paella
En estas fechas, la historia se repite y todos queremos escribirla. Del mismo modo que todos nos creemos con aptitudes para enfundarnos el traje de seleccionador nacional y hacer alineaciones, todos creemos tener el relato perfecto, ese que debería hacer el Rey en su discurso de Navidad. Solo hay alguien a quien no le gustará ese rol de guionista sobrevenido: el encargado de escribirlo. Apuntadores tiene para aburrir: que si debe hablar de su padre, de la gestión sanitaria, de la economía; qué foto debe colocar, qué mensaje cifrado encierra el color de su corbata…
Recuerdo una cena de Nochebuena en Valencia donde el anfitrión, uno de los presentes que más sabía de política y de cocina, comentó sobre el mensaje del Rey que estaba a punto de emitirse y al que todos le habían empezado a poner peros aún sin haberlo escuchado: «No falla. Es el síndrome de la paella. Ese cocinero experto en paellas que tiene que aguantar cómo durante su elaboración se le van acercando los comensales, la mayoría inexpertos, diciéndole lo que tiene que poner y quitar, la cantidad de agua que debe echar, el grado de intensidad del fuego y en qué momento echar el arroz. Y suelen ser los mismos que preguntan si no hay que removerlo una vez puesto el arroz y el caldo». Y del socarrat, ni hablamos; los expertos saben que el secreto está en el aceite ya que, al evaporarse el caldo, el grano queda en contacto con el aceite y se fríe, y ahí es cuando hay que bajar la intensidad de la llama. El quemado casposo no es socarrat. El chef es el chef. Los demás son aprendices y deambulan por una cocina como bultos sospechosos.
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