Opinión

Reloj progresista

Cuando el diputado populista, Iñigo Errejón, propuso en la negociación presupuestaria la jornada laboral de cuatro días, muchos lo despellejaron a cuenta de su experiencia de trabajo, como si la laboriosidad esforzada, brillante, fructífera y ejemplar, caracterizaran como norma a los políticos de todos los partidos.

Otros se solazaron en apuntar que la propuesta, compartida por Unidas Podemos, no salió adelante. Esto, sin embargo, no fue un fracaso, porque los socialistas quedaron bien, como gente moderada y centrista, y la ultraizquierda también quedó bien, jugando el papel populista de quien se afana más que nadie en el bienestar del pueblo. Warren Sánchez y el Gobierno en su conjunto, por su parte, también quedaron bien, porque los conflictos internos desvían la atención de su nefasta gestión sanitaria, económica y laboral.

La propuesta de Errejón y de Podemos es insostenible: la reducción de la jornada no alivia el paro, porque este se debe al intervencionismo. Como escribió Diego Barceló en “Expansión”: “los mismos que promueven las medidas que impiden la creación de empleo, proponen más intervenciones para solucionarlo: subsidios, créditos baratos, empleo público, restricciones a la competencia y, ahora, el reparto de las horas de trabajo”.

Y además es una propuesta políticamente siniestra, que remite a la fatal arrogancia de los progresistas, que, aunque recelan de la propiedad privada, se creen los únicos propietarios legítimos del reloj. Esto viene desde Marx y Engels, que fantasearon con un edén socialista donde habría tiempo para todo porque habría desaparecido la odiosa división capitalista del trabajo que saludó Adam Smith. Monopolizar el reloj puede ser muy peligroso para el pueblo, como lo certifican las multitudes que padecieron el socialismo real, que una y otra vez intentó organizar el tiempo y el trabajo desde el poder.

Arrogancia no les falta a los populistas, y el señor Errejón aseguró sin fundamento que el paraíso está a la vuelta de la esquina si se impone la reducción de la jornada: habría más empleo, más salud y menos contaminación. Y más democracia, porque tendríamos tiempo para ocuparnos de los asuntos públicos –Benjamín Constant ya explicó hace dos siglos lo de la “libertad de los antiguos”.

Errejón ordenó en el Congreso: “Hay que vivir mejor”, y sentenció: “No es libre quien no tiene tiempo”. No se le ocurrió pensar que el pueblo tiene derecho a su propio reloj.