Opinión
El asombroso hombre-fusible
Ya nadie atiende al número de magia del asombroso hombre-fusible. Dicen por ahí que está quemado
La tercera ola es un muro. De las «Tres Marías», la peor siempre es la tercera. Llevamos un año debajo del agua. Después de las metáforas deportivas y bélicas, ahora vienen las imágenes de naufragios. Hasta a Fernando Simón se le ha puesto la cara de Juan Sebastián de Elcano cuando desembarcó en Sanlúcar el 6 de septiembre de 1522 hecho unos zorros. Cómo me acuerdo cuando al comienzo de la cosa comenzó a aparecerse. La jugada consistía en que el Gobierno subcontrataba las decisiones sobre el virus –pues se supone que de pandemias no entendía–, y se ponía en manos de esa cosa llamada la ciencia. Así se vino Simón a nuestras vidas. Era Clint Eastwood al revés, el perfecto héroe español desprovisto de todas las fortalezas; de ahí que lo aclamaran. Ya bastaba de testosterona, de presunciones y de marcar paquete; mi Españita creía estar protegida –¡al fin!– por un ser superior, casi virginal, una vestal de lo hipocrático, un tipo que sabía de lo que hablaba y con el que dos más dos iban a ser cuatro de una vez por todas. Al ciudadano se la podían meter doblada los amigos, la mujer y el diputado, pero pensaba que era absolutamente imposible que le metiera un gol un hombre que daba una rueda de prensa en Moncloa en jersey.
El país entero confinado miraba la televisión y a la pista central del gobierno salía el Director del Centro de Alertas y Emergencias Sanitaria a hacer su número. Se atragantaba con una almendrita, colaba bromas con mil muertos al día y dormía en la cama de clavos del gran fakir de la ciencia. Simón era el protagonista del gran Show de la pandemia, un icono pop, el símbolo viviente de la humanización del error. ¡Cómo no perdonarlo! Si el encargado de alertar sobre la pandemia no veía venir la pandemia, pues qué le íbamos a hacer. La objeción a Simón demonizaba al que emitía la crítica. Cómo podía ser uno tan miserable de meterse con un hombre que daba una rueda de prensa en Moncloa –de nuevo– en jersey.
Cuanto más metía la pata, más camisetas y bolsos se hacían con su cara. Hasta lo montaron en un globo, como Cela cuando subió a las Tetas de Viana en su segundo viaje a la Alcarria en un aerostático con la choferesa negra, y el globo cayó al río. ¡Cómo juraba, Don Camilo! En la portada de una revista le publicaron un retrato sobre una motocicleta a modo de estatua ecuestre. Era la adoración a Simón una suerte de religión equivocada, un culto desatado, casi maradónico.
Del coronavirus había previsto al principio de la pandemia que en España no habría más de dos o tres casos y hace unos días sostuvo que la variante británica que arrasa el Reino Unido tendría en este país un impacto marginal. El humor sucede sobre la magia de lo insólito cuando se repite. Hay un hilo que une a Pepe Viyuela enredándose en la escalera, a la mueca de Millán Salcedo en el gag de la empanadilla de Móstoles y a Simón cuando prevé que no van a tener efecto sobre el país las mayores catástrofes que más tarde lo asolan.
Ahora, aparece desarbolado a decir que «se recomendara lo que se recomendara, en Navidades lo pasamos mejor de lo que debíamos», que es una frase que suena a naufragio mientras emerge de las aguas de la pandemia El Salvador Illa. ¡Tantas veces lo salvó Simón de morir ahogado! Ya nadie atiende al número de magia del asombroso hombre-fusible. Dicen por ahí que está quemado.
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