Sociedad

La expansión de la intolerancia

Cada vez resulta más complejo hablar con los demás sin entrar en reyerta

Banksy emplea el aerosol de la pintura para sus dibujos y reserva el subrayado de la ironía para las frases. El artista, aparte de grafitis, va desmontando nuestro edificio social con una serie de aforismos muy salteados de guasa. Una de esas frases es paradójica, divertida por lo certera que resulta, aunque ya también un poco célebre: «No hay nada más peligroso que las personas que quieren hacer del mundo un lugar mejor». La frase está recamada de retranca y cierto poso de verdad. Cuando las buenas intenciones se convierten en ideología acaban derivando demasiadas veces en intransigencias que nadie sabe muy bien dónde encuadrar y, menos, de dónde han surgido. En esta época de redes y de comunicaciones, muchos, en aras de ampliar los horizontes abundantes de la tolerancia, han terminado bordeando la raya opuesta, que es justo el punto contrario de lo que defendían. Un camino que parece ir ampliándose y que, en lugar de abrirnos hacia el otro, que era lo primordial, va enclaustrándonos en nosotros mismos y nuestros desnudos convencimientos.

Los artículos que Albert Camus escribió clandestinamente en la clandestina «Combat», cuando la Segunda Guerra Mundial y su paso por la Resistencia Francesa, se han reunido en «La noche de la verdad». El escritor francés/argelino asegura por una de esas piezas aún inéditas por estos solares nuestros, y no privadas de resignación en el acento, que «hemos visto mentir, envilecer, matar, deportar, torturar, y, en todas las ocasiones no era posible convencer a quienes lo hacían de que no lo hicieran, porque estaban seguros de sí mismos y porque no se puede persuadir a una abstracción, es decir, al representante de una ideología». Parece que el hombre es un animal fácil de infectar por el resfriado del sectarismo, las militancias y las causas, aunque en su propósito esté mejorar la sociedad y darle brío con aires nuevos.

A las alturas de este siglo impar, camino de ser otra centuria de ilusiones truncadas, cada vez resulta más complejo hablar con los demás sin entrar en reyerta, es como si se hubiera difundido una sordera general que impidiera el diálogo. La gente va encerrándose en lo suyo, lo que sea, sus principios, ideas, políticas, manifiestos y otros tantos corchetes intelectuales, y anda muy enrocada en ellos, como si le diera miedo lo que tuviera que decir el de enfrente y que es distinto a lo que uno mantiene. Por este filo se ha perdido la capacidad de las personas para leer el humor o de interpretar un texto sin detectar enseguida una ofensa personal que le hace poner el grito en el cielo. Hay mucho espantable y asustadizo hoy. A quien argumenta una crítica, por leve que sea, enseguida le cae un tártaro por Twitter o por donde sea, que, en vez de meditar o reflexionar, lo conmina a retractarse, lo maldice o le suelta cualquier barbaridad. Esto de la tolerancia amenaza con convertirse en un baremo que las personas solo se aplican a uno, no a los demás. Y esa vereda siempre nos ha conducido por peligrosos desfiladeros.