Análisis

Contrapolítica

Negar la democracia o la violencia de género desde cargos públicos supone un deterioro inadmisible del proyecto común

Reflexiona Víctor Lapuente en su ensayo El retorno de los chamanes sobre dos formas opuestas de entender la política: la del chamán y la de la exploradora. El primero, con un carácter fundamentalmente ideológico, está convencido de que sus ideas son superiores a las de los demás y cree que si no puede imponerlas es porque existen unos elementos externos que se lo impiden. Su objetivo, por tanto, será encontrar a esos culpables (cita Lapuente como ejemplos a los inmigrantes para el chamán nacionalpopulista o a los banqueros, para el izquierdista) y focalizar su toma de decisiones en acabar con ellos. Frente a este estilo político, el otro, el de la exploradora se perfila como más sosegado y pragmático: consiste en buscar soluciones concretas a los problemas reales de los ciudadanos y sin la esclavitud de dogmas ideológicos inamovibles. Lo que podríamos llamar la política útil. Tras la chamánica primera mitad del siglo XX, la exploradora se impuso en la segunda; pero la crisis económica de 2008 precipitó la vuelta al radicalismo, que ya empieza a dar muestras de agotamiento en aquellos países que comenzaron a sufrirlo antes (en esta línea se incluye la derrota de Donald Trump). Sin embargo, la irrupción de la pandemia amenaza con revertir esa incipiente tendencia: la Historia nos enseña que situaciones tan críticas y extremas como la que vivimos no son precisamente acicates para el avance de la flexibilidad ideológica, sino que pueden convertirse de nuevo en amplificadores de la política de agitación.

La búsqueda de culpables

Y ese riesgo de vuelta atrás enlaza con la búsqueda de un concepto más profundo de la política, que establece una dicotomía tan simple como definitiva: o es útil o termina convertida en un espacio de peligrosas ocurrencias. En España, que solemos llevar algo de retraso respecto a las tendencias mundiales y aún no habíamos empezado a esbozar el fin del populismo, hemos asistido esta semana a dos ejemplos de la política como lastre. El mismo día que se conmemoraba el fracaso de un golpe de estado (o, a contrario sensu, el éxito de la democracia) y en el mismo escenario donde se produjo aquel 40 años antes, el Congreso, asistimos a la eclosión del exceso ideológico, alejado de la realidad y empeñado en buscar culpables imaginarios con Podemos y Vox. Por orden.

Los de Pablo Iglesias han decidido prolongar la performance de intentar convencer a los ciudadanos a los que representan de que la democracia plena en la que viven no lo es. Además, pretenden hacer pasar por firmes defensores de la libertad de expresión a vándalos que aprovechan cada oportunidad que la realidad les pone por delante para extender su violencia por las calles. En este contorsionismo ideológico del absurdo se mantuvo el portavoz de En Comú Podem, Gerardo Pisarello, que calificó a nuestro sistema democrático como «imperfecto o perfectible». En fin, como todo en la vida. Y esto, que lo dijo mucho antes (y bastante mejor) Winston Churchill («la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás») tan solo viene a demostrar la inutilidad, y casi el esperpento, del debate abierto por Iglesias. Enturbiar y agitar el debate político a cuenta de las fobias ideológicas de cada uno (en el caso del partido morado, la Transición o la Constitución del 78), es un precio demasiado alto a pagar por los ciudadanos.

A este ejemplo de chamanismo ideológico de Podemos, se ha sumado el de Vox con su iniciativa para derogar la Ley de Violencia de Género. Que este es uno de sus caballos de batalla doctrinales es una evidencia. Que la proximidad del 8-M requiere de gestos excesivos, también. Pero la política del histrionismo debería tener, al menos, un límite: la realidad. La existencia de datos que, sin lugar a duda, reflejan la existencia de esta lacra social y que son irrefutables. Una cuestión mundialmente aceptada por la ONU (desde 1979 cuando se aprobó la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer), por todos los organismos internacionales, por todos los países y por los expertos. Un consenso fuera de duda. La propuesta de los de Santiago Abascal ni siquiera se debatió en el Congreso, fue rechazada por todo el arco parlamentario en una sesión en la que, además, se leyó el nombre de todas las víctimas de violencia de género desde el año 2003.

El sentido de las leyes

Aunque la iniciativa fracasó (faltaría más), terminó convertida en un acto que solo añade dolor a las familias de las víctimas y que ignora, además, las cuestiones más básicas de técnica jurídica que desarrollan leyes específicas para hechos que presentan y comparten características específicas y concretas que los diferencian de otros. En España, por ejemplo, existe desde hace años una legislación antiterrorista específica como herramienta concreta (con cambios respecto al procedimiento penal común) para enfrentar de un modo más eficaz los crímenes de ETA, primero, y los yihadistas, después. Y nadie considera su existencia una afrenta y a nadie se le ocurre derogarla.

Esta manera de hacer política a la contra, buscando al enemigo ideológico (sea un sistema político o sean las víctimas de violencia de género) empobrece el ejercicio de lo público, lastra las dinámicas parlamentarias hasta casi desdibujarlas y polariza la sociedad. Incluso en medio de esta pandemia, que parece condenarnos a tomar medidas al ritmo de los daños que va generando, merece la pena que nos detengamos y nos preguntemos si queremos dejar que los chamanes actúen o guiarnos por la exploradora. A ver hasta dónde nos lleva.