Política

La necesidad de despolitizar el CGPJ

Una de las mentiras más persistentes que promueve la izquierda política y mediática es que no hay acuerdo para renovar el Consejo General del Poder Judicial porque el PP quiere controlarlo. Esto lo unen a los problemas judiciales que vendrían de antiguos casos de corrupción que no afectan a Casado y su equipo. La separación de poderes es la base de la democracia, algo que los comunistas y sus aliados no entienden, y un simple análisis muestra que este partido nunca ha controlado la Justicia. Es tan evidente que no tendría por qué merecer ningún comentario, pero además es lo lógico. No se puede decir lo mismo de algunos presidentes socialistas a los que les ha importado un pepino la separación de poderes y han asaltado literalmente las instituciones. Ni siquiera se ha respetado la apariencia de imparcialidad. En ocasiones he tenido que escuchar despropósitos a la hora de defender el disparatado nombramiento de la Fiscal General del Estado, que cumple la legalidad, como si esto fuera algo excepcional, pero vulnera claramente el espíritu constitucional. Es algo que solo se puede producir en el contexto de un ambiente político tan deteriorado como el actual como consecuencia de la irrupción de Podemos.

En otras ocasiones me he referido a la anormalidad que representa tener en el gobierno a quienes quieren acabar con el ordenamiento constitucional y su concepción de la democracia está basada en el autoritarismo y la persecución de quienes no coinciden con sus posiciones totalitarias. Lo que sucede con la renovación del Consejo es una constatación de ello. La lectura de las trayectorias profesionales y académicas de los candidatos propuestos cumple los requisitos, en el fondo y en la forma, por lo que no generan ningún problema salvo dos figuras tan politizadas y sectarias como Rosell y Prada. Los dos tienen una antipatía clara e inequívoca contra el centro derecha y serían un factor de clara desestabilización para un órgano constitucional que es fundamental para el buen funcionamiento de la Justicia. No hay un precedente similar, pero, a pesar de ello, el gobierno socialista-comunista sigue empecinado en imponer esos nombres sabiendo que el PP no puede aceptarlos. No parece que sea difícil encontrar candidatos que no estén tan marcados por el sesgo del fanatismo podemita. Hay que partir de la base de que Sánchez es prisionero, en esta ocasión, de Iglesias, aunque estoy convencido de que le gustaría acabar con la actual provisionalidad del Consejo y abrir una etapa de normalización en las relaciones con el PP.

La situación económica será cada vez más complicada y no hay un horizonte electoral en ciernes. Por ello, no obtiene ningún beneficio con el conflicto permanente y sabe que puede garantizarse un sesgo hacia la izquierda en el Consejo al igual que ha logrado mantener en RTVE sin necesidad incorporar a Rosell y Prada por el grupo de juristas y no de jueces. En el primer caso se trata de pasar directamente del gobierno al órgano constitucional, lo que es estéticamente impresentable, mientras que en el segundo es un «fraude», aunque sea legal, porque es un magistrado en ejercicio que dejaría serlo para entrar por ese cupo. Es evidente que la previsión legal no estaba pensada para este tipo de prácticas torticeras. La Constitución dedica el Título V al Poder Judicial y señala que «la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley» (Artículo 117.1). Es cierto que no es el modelo de Justicia que gusta a los comunistas, los antisistema y los independentistas, pero es el que nos equipara al resto de grandes democracias. No es la «justicia popular» del modelo cubano o venezolano que conviene a Podemos, pero es la garantía para que goce de independencia frente al poder político. En este esquema, el Consejo fue la creación de una institución novedosa en nuestro constitucionalismo y buscaba garantizar el autogobierno del Poder Judicial y su independencia.

Es una lástima que la Constitución no hubiera sido algo más precisa a la hora de establecer sus funciones y dejó en manos del legislador una mayor concreción, porque se limita a establecer que «una ley orgánica establecerá su estatuto y el régimen de incompatibilidades de sus miembros y sus funciones, en particular en materia de nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario» (artículo 122.2).

Es cierto que la Carta Magna no puede ni debe ser un reglamento que detalle todos los aspectos en una materia de forma pormenorizada, ya que eso corresponde, como en otros casos, a las leyes que los desarrollen. Hubiera sido más acertado que el órgano del gobierno de los jueces no sufriera una participación tan intensa de los partidos en la designación de sus integrantes. En este sentido, una automática elección directa por los propios jueces, así como de los abogados y juristas, hubiera sido más acertada y no tendríamos ahora el problema de Rosell y Prada, así como el deseo de Iglesias de asaltar la Justicia para que forme parte de su estrategia revolucionaria.

La Constitución establece que 12 serán elegidos entre jueces y magistrados mientras que los otros 8 lo son «entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión» (artículo 122.3). El pretender «colar» en este último bloque a Prada y Rosell es inaceptable. La polémica abre un debate interesante sobre qué debe ser el Consejo, así como la necesidad de garantizar su independencia e imparcialidad. A esto se une la necesidad de establecer cuál debe ser el papel de otros órganos constitucionales a la hora de elegir a sus miembros. La situación actual hace que no se cumplan estos requisitos y el presidente del gobierno tiene en sus manos resolver este grave problema.