Isabel Díaz Ayuso

Díaz Ayuso y Madrid

El PSOE logró en unos cuantos meses convertir a Díaz Ayuso en un símbolo de Madrid y, más profundamente aún, proporcionar el último toque que faltaba para cuajar una identidad madrileña

En la campaña fabulosamente torpe del PSOE contra Díaz Ayuso –porque ese era su único asunto– ha destacado la ofensiva contra Madrid. Desde los insultos tabernarios de algún ministro al relato –muy difícil de entender para el profano– sobre un nuevo nacionalismo madrileño, el PSOE logró en unos cuantos meses convertir a Díaz Ayuso en un símbolo de Madrid y, más profundamente aún, proporcionar el último toque que faltaba para cuajar una identidad madrileña. Es una de las claves de la victoria electoral del martes. Los madrileños han repudiado la gestión catastrófica y trágica del covid y de la crisis económica, además de un estilo tramposo y marrullero de hacer política, indigno de nuestro país y del nombre de español. También han reforzado su ciudadanía, su identidad como habitantes de la ciudad de Madrid.

De hecho, además de servir como arranque de un nuevo ciclo político que nos lleve a dejar atrás estos años de social podemismo (aderezado de separatismo), los dos años que ahora empiezan, hasta las nuevas elecciones autonómicas, deberían servir para poner las bases de una nueva política que permitiera apuntalar de una vez por todas esa idea de Madrid. No se parte de cero, claro está. Madrid nunca ha sido esa ciudad de segunda clase que los antiliberales y resentidos de toda laya –desde socialistas a nacionalistas– se han complacido en pintar. Y además de generar una cultura espléndida, firmemente enraizada en la cultura española, Madrid también es el fruto de una larga y constante reflexión, mucho mayor de lo que a veces se ha dicho. Todo ese trabajo ha permitido la eclosión del último año.

Ahora bien, todo eso puede verse desperdiciado, como se han tirado por la borda tantas cosas importantes en la vida de nuestro país en los últimos años, desde la España de los balcones hasta la afirmación antinacionalista en Cataluña. Habría por tanto que pensar en diseñar un programa específicamente cultural que pusiera en valor lo que es propiamente madrileño que consiste, por lo fundamental, en dos cosas: el espíritu reticente e irónico, liberal por esencia, que se manifiesta en una estética de amplio espectro, desde expresiones populares a la cultura más exigente –y que en ocasiones combina los dos– y, además, lo que Madrid tiene de expresión de lo español de una forma que sólo la ciudad –ahora la región, dada la extensión de esta– puede realizar.

Una acción así concebida ajustaría de una vez la realidad madrileña con la imagen que se tiene de ella: crearía identidad, lo que no es un asunto pequeño. También tendría repercusiones políticas a largo plazo. Dada la naturaleza de Madrid, contribuiría a articular el conjunto de España, no en torno a un monstruo hipercentralista, sino en torno a la idea de España que Madrid encarna. Bien hecha, recuperaría el sentido profundo de lo que lo español significa y obligaría a todos los agentes políticos a situarse ante esa realidad nueva. Es lo que ha empezado a pasar con estas elecciones.