Gobierno de España
La sonrisa de Maquiavelo
La pérdida generalizada de credibilidad en que ha incurrido el Gobierno se manifiesta en auténticas oleadas de irrisión que acompañan cualquiera de las decisiones de Sánchez y sus ministros
A Pedro Sánchez se le acumulan los problemas: Cataluña, los indultos, sus amigos separatistas, Marruecos, las vacunas, las consecuencias económicas del covid… Todo es muy grave, pero hay algo peor. Es la pérdida generalizada de credibilidad en que ha incurrido el Gobierno y que se manifiesta, como era de prever dado el carácter de buena parte de los españoles, en auténticas oleadas de irrisión que acompañan cualquiera de las decisiones de Sánchez y sus ministros. El penúltimo caso es el de las vacunas y la sublevación general contra el cambio de marca sin criterio médico. En una cola de vacunación, quien esto firma escuchó una conversación, entre improperios y carcajadas, sobre «el pobre Simón»… Luego ha venido Marruecos, que el propio Gobierno ha convertido en una repetición de la astracanada del caso Ábalos-Delcy. Y ahora la subida de la luz, una auténtica orgía para los creadores de chistes y de memes, que han visto como quienes en su día pusieron el grito en el cielo por lo de la «pobreza energética», ahora castigan a sus conciudadanos en su vida más cotidiana, más ajena a la política.
De fondo, está la podemización del PSOE y del Gobierno, ocupado por obsesiones ideológicas que a nadie le merecen el menor respeto. Y por fin, como coronándolo todo, la figura del jefe de gabinete de Sánchez, que iba para equivalente de los antiguos validos, con Sánchez tratando de trepar hasta la jefatura del Estado... A Redondo le rodeaba el prestigio propio del creador de estrategias discursivas y marcos narrativos infalibles. Se ha acabado. Como mucho, su fama alcanza ahora la de algún personaje de serie norteamericana, género en el que ha naufragado el gobierno bonito.
En La Moncloa seguramente se piensa que queda mucho tiempo para las elecciones, que las coaliciones son sólidas, que la vacunación estará acabada pronto y que el dinero de la Unión Europea comprará muchas voluntades. Será muy difícil, sin embargo, superar la quiebra de confianza que se ha producido. En un régimen autoritario importaría poco. En otro de opinión pública, convertirse en la parodia de uno mismo tiene un coste importante, como demostró no hace mucho tiempo Donald Trump. Pone de relieve algo imperdonable, que es la falta de comunicación – comunicación de verdad, la que supone escuchar y dialogar– con la ciudadanía, la indiferencia a los problemas que le preocupan y, sobre todo eso, una deshumanización completa, que lleva a hacer desaparecer a la persona detrás de la máscara, en este caso las mascarillas. La falta de sentido del humor ha sido siempre una característica del progresismo y del nacionalismo. Se ha acentuado con los políticos más jóvenes, aquellos que venían a regenerarnos y a ejemplarizar la acción política. Se podía esperar que la falta de escrúpulos los hubiera convertido en personas más desenvueltas. Ha ocurrido al revés: el cinismo y la falta de respeto por la verdad han acabado poniendo de relieve su falta de preparación, su rigidez, su sectarismo. Maquiavelo andará sonriéndose del fracaso de quienes quisieron convertirse en discípulos suyos con una suscripción a Netflix.
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