Pedro Sánchez

Calaveras y diablitos

A Sánchez no le da miedo nada porque viene del más allá. Es un zombie guapo de la política, más vivo que nunca desde que lo arrojaron desde la azotea de Ferraz aquella noche de octubre y vivió

Las lámparas del Liceo le sonrieron en la oscuridad de su discurso sobre los indultos como el gato de Chesire, como la calabaza de Halloween con su interior de fuego y un poco como la canina del Domingo de Resurrección en Sevilla, triunfo del hombre sobre el inexorable paso del tiempo. O acaso con un candor naranja y mexicano que recuerda a la fiesta de los muertos, calaveras y diablitos. Las cosas de Sánchez siempre tienen ese punto sobrenatural y también de broma de meter miedo, sangre de salsa de tomate y de cuchillo de plástico atravesado sobre la cabeza, excursión al cementerio con los colegas.

De tragar paquete. A Sánchez no le da miedo nada porque viene del más allá. Es un zombie guapo de la política, más vivo que nunca desde que lo arrojaron desde la azotea de Ferraz aquella noche de octubre y vivió. Viene del más allá de los consensos sobre la Transición y sobre lo que es España, más allá de la muerte política –lápida de papel– y del Hades de donde escapó en un Peugeot rojo. Volvió de todos los lugares de los que no vuelve nadie salvo él. Sánchez es el Lázaro de la socialdemocracia española y como tal habría que entender su osadía, pues sabe que si de la muerte se vuelve, más aún se vuelve de presentarse a unas elecciones prometiendo traer de la oreja a Puigdemont para después pactar con los independentistas e indultar a los cabecillas del procés, sonriendo e invocando a la Constitución Española.

Si la muerte es una convención, todo puede serlo: la conveniencia, el interés general, la coherencia, el porcentaje del PIB que representa la deuda, España, todo. Si nadie está nunca definido ni acabado, entonces por qué iba a dejar de permitirse pactar con los tipos que más han atacado el país que preside y hacer de ello una forma de vida política. Pues desde que llegó Sánchez a la presidencia del Gobierno, se ha interpretado cada cesión a los independentistas y al populismo de izquierdas como un peaje por mantenerse en el Gobierno. El accidente ha sucedido tantas veces que ya se puede entender con cierta claridad que Sánchez ha venido a gobernar con ellos.

Mucha gente consideraba que el sanchismo era un suceso, pero cada vez son menos. Cuando el presidente habla de un “nuevo proyecto de país” habla en serio. Y vaya si es nuevo, pues consiste en redibujar todos los consensos que se heredaron de la Transición, otra convención. El nuevo país al que se refiere es ciertamente desconocido aunque para ser justos, Albert Rivera lo vio venir con cierta precisión. Se refiere a un lugar en el que el PSOE tradicional asume el sueño federal del PSC, se alía con los populistas de izquierdas, gobierna gracias a los independentistas y a Bildu y dinamita todas las líneas rojas dibujadas hasta ahora. O es que las mueve de sitio.

Ayer la frontera se dibujaba entre los partidos constitucionalistas y los bárbaros en las fronteras y, hoy ya distingue entre los partidos del diálogo, del reencuentro y la concordia (PSOE, Podemos, ERC, PNV, etcétera) y los echados al monte, esto es Junts y el PP. Los ejes izquierda-derecha y centralistas-nacionalistas quedan sustituidos por uno solo –Sánchez-los demás– donde los que le apoyan son los buenos, sea cual sea la idea que tienen del país. Si a veces nos parece que en la tribuna del Congreso de los Diputados el PSOE parece más cerca de Bildu que del PP, es que lo está. Esto se llama romper España, pero pronto le encontrarán otro nombre.