Manuel Castells
Contra la Ley Castells
Una reforma normativa cuyo objetivo declarado es dificultar la supervivencia de centros universitarios privados multiplicando sin necesidad alguna sus costes fijos
Crear una universidad en España no es sencillo: por un lado, la apertura debe ser aprobada por la asamblea regional de una comunidad autónoma (¿se imaginan que la creación de una empresa en cualquier otro sector tuviera que ser aprobada por el respectivo congreso nacional o autonómico?); por otro, sus titulaciones han de pasar por los controles de calidad de la ANECA o de cualquier otra agencia evaluadora autonómica (lo que dificulta la diferenciación y especialización de las universidades, pues todas terminan cortadas por el mismo patrón). Nuestro país necesita mucha más libertad educativa, también en el ámbito superior: autonomía universitaria combinada con la eliminación de las barreras de entrada para que emerja la innovación. Y, sin embargo, nuestro país avanza en la dirección opuesta por puros prejuicios ideológicos de la extrema izquierda patria en contra de la educación privada. Así, la única función que tendrá el actual ministro de Universidades, Manuel Castells, a lo largo de esta legislatura será la de aprobar una reforma normativa cuyo objetivo declarado es dificultar la supervivencia de centros universitarios privados multiplicando sin necesidad alguna sus costes fijos. Y es que la nueva Ley de Universidades que fue aprobada este pasado martes exige a estos centros de enseñanza superior que cuenten con un mínimo de diez titulaciones, seis masters y dos programas de doctorado. Además, esas diez titulaciones deberán pertenecer a al menos 3 de las 5 ramas de conocimiento (Artes y Humanidades, Ciencias, Ciencias de la Salud, Ciencias Sociales y Jurídicas e Ingeniería y Arquitectura). Dicho de otra manera, esta ley es una condena de muerte para las universidades pequeñas y especializadas en un campo específico del conocimiento. No hay ninguna razón de peso para prohibir que surjan universidades focalizadas en ciencias sociales o en ingeniería y arquitectura y que se limiten a ofrecer un par de titulaciones (si es que, por ejemplo, cuentan con profesores muy buenos en esos campos específicos). La exigencia responde en realidad a otro propósito: proteger a las cada vez menos demandadas universidades públicas de la competencia que les están planteando los emergentes centros privados. Un ataque directo a la libertad de enseñanza para proteger los decadentes privilegios del Estado.
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