Vida cotidiana

Las cosas pequeñas

No hace falta mucha reflexión para caer en la cuenta del valor de las cosas pequeñas

Si observa uno desde la distancia el gatuperio de la política –mismamente lo de Cataluña, lo de la luz, cada vez más cegadora, o las lamentables ambiciones desatadas en el PP de Madrid–, llega a la conclusión de que el éxito o el fracaso de las decisiones depende casi siempre de un gesto, de una declaración atinada o desacertada, de una frase inoportuna, de una fotografía comprometedora… Cualquier elemento chocante, aparentemente nimio, conmociona los medios y las redes sociales, se airea, se manosea, se desfigura y produce efectos demoledores. Acuérdense de las consecuencias del aleteo de una mariposa o de las ondas concéntricas de la piedra arrojada al plácido lago. Es el espejo de nuestra vulnerabilidad.

Una circunstancia insignificante –un encuentro casual, un virus invisible, una lectura, una simple mirada…– puede cambiar nuestra vida. No hace falta mucha reflexión para caer en la cuenta del valor de las cosas pequeñas. No sólo las inmateriales –esa mirada comprensiva, una sonrisa sin mascarilla, una palabra amable en tiempos oscuros…–sino las materiales y cotidianas: la mesa, la lámpara de la mesilla de noche, aquel retrato, el llavero, el gastado sillón, el libro releído, el móvil, el viejo jersey de andar por casa…En su «Oda a las cosas» dice Pablo Neruda que ama locamente las tijeras y que adora las tazas, las argollas, las soperas, sin hablar, por supuesto, del sombrero…A fuerza de tocarlas con nuestras manos frías o sudorosas, estas cosas pequeñas cotidianas se convierten en objetos a los que hemos transferido algo de nosotros mismos.

Los versos de Neruda me acompañaron el otro día camino de Soria. Si hay una provincia que huye de la barroca ostentación y de la épica nacionalista, esa es Soria, provinciana y universal. Por eso sus poetas cantan las cosas pequeñas: el sayal pardo de los campos en otoño, la yunta de bueyes perdidos en la vidriera del crepúsculo, la venta del camino, el puente del río, los álamos de la orilla, las primeras hojas caídas en el parque, donde los viejos juegan a la tanguilla, el oscuro encinar lejano, el humo de la chimenea, el olmo viejo herido, el último santero de San Saturio, la lluvia en los cristales, los campos solitarios, el silencio… Y guardan en el arca el romancero. ¡Cuánto mejor sería que los políticos y los medios aprendieran a administrar sus silencios y a dejar de lado la prosopopeya y la maledicencia!