Política

Las fiestas de Boris Johnson

Si, finalmente, cae por este escándalo, será el fruto de su propio carácter indómito

Un sector de los políticos y los analistas británicos da por seguro que Boris Johnson dejará de ser primer ministro. Según esta corriente de opinión, la duda no es si tal cosa ocurrirá, sino cuándo. Otro sector, por el contrario, recuerda la resistencia (¿les suena?) que siempre ha mostrado el líder conservador, capaz de recuperar la verticalidad política cada vez que un revés amenaza con tumbar su cuerpo sobre la lona del ring.

La pasión por organizar festejos en la residencia oficial del 10 de Downing Street es una muestra del talante de Johnson: político populista hasta la náusea, campeón de los embustes en su campaña por el sí en el referéndum del Brexit y digno seguidor del estilo trumpista, aunque el primer ministro británico sí haya leído y hasta escrito a lo largo de su vida, actividad intelectual que Donald Trump no frecuenta, si exceptuamos los exabruptos tuiteros que le llevaron a la Casa Blanca.

Ahora, Johnson se enfrenta a una compleja situación que ya sufrieron algunos de sus predecesores en el cargo: que sea su propio partido el que presione para que dimita o, en su caso, para provocar su destitución. El procedimiento no es sencillo ni breve, pero, cuando se pone en marcha, suele ser demoledor. Ya les ocurrió a Theresa May, o a Tony Blair, o a la mismísima Margaret Thatcher.

El grado de ineficacia en la gestión que Johnson ha hecho de la pandemia es equiparable al de otros mandatarios. Pero en estos dos años de calamidad sanitaria se ha demostrado la generosidad de los ciudadanos al comprender que gobernar sobre una enfermedad desconocida resulta extraordinariamente complejo. Lo que ahora también se demuestra es que la gente se enfada cuando se siente engañada. Y montar una kermés de fiestas cuando los británicos estaban confinados en sus hogares es más de lo que incluso los votantes conservadores pueden soportar.

Si, finalmente, Boris Johnson cae por este escándalo, será el fruto de su propio carácter indómito: muy entretenido para animar las campañas electorales y movilizar el voto menos ilustrado, pero imposible de controlar cuando de lo que se trata es de gobernar.