Guerra en Ucrania

Occidente: perspectivas difíciles

Se ponen de relieve los fallos de las elites occidentales a la hora de comprender la dimensión de aquello a lo que se enfrentaban

En contra de lo que parecía en los primeros días, la guerra en Ucrania se ha estancado. Lo que iba a ser una invasión rápida se ha convertido en un conflicto de larga duración, con retiradas tácticas de las tropas rusas y consolidación de los puntos de resistencia ucraniana. Se vislumbran nuevos enfrentamientos de desgaste y otros ofensivos, tal vez más violentos aún que los anteriores, en busca de una victoria por el momento no decidida. Se dice que Putin ha perdido la guerra, en la propaganda y en la política. En parte es cierto, sobre todo después de la revelación de las atrocidades cometidas por los invasores. Aun así, el conflicto no ha acabado, y de hecho, el final parece ahora más lejano, aunque, por lo que hemos comprobado, cualquier pronóstico resulta aventurado.

Después de haber tenido la ocasión de escuchar a Zelenski en directo ante el Congreso de los Diputados, se plantea con más urgencia aún que antes cuál el papel de Occidente –es decir, de las democracias liberales– en esta situación. La primera opción, aquella por la que clama Zelenski y una parte importante de las elites occidentales, es un apoyo más activo a la resistencia ucraniana, con la esperanza de que Putin acabe reconociendo su incapacidad para ganar la guerra, algo que equivaldría a una victoria de Ucrania y sus aliados. En vista de la posición del presidente ruso, parece difícil que acepte algo parecido: tendría que reconocer una superioridad aplastante de las fuerzas enemigas. Y eso requeriría un compromiso occidental considerablemente más amplio, con un cambio moral y político de primer orden: inculcar en las sociedades occidentales una mentalidad de guerra que hasta ahora les ha sido ajena, por muchas que hayan sido las repercusiones que el conflicto ha tenido en la vida cotidiana, en particular de los europeos. No es lo mismo sufrir una subida de precios que enfrentarse a la posibilidad de una guerra, guerra total en cualquier caso.

La perspectiva de una victoria rusa, después de una nueva ofensiva posibilitada por el repliegue de estos días, es, por otra parte, una catástrofe para Occidente. A medio, y más aún a largo plazo, la ocupación se enfrentaría a problemas de difícil solución, que tal vez suscitarían un debilitamiento interno de Putin y su régimen. En el corto plazo, sin embargo, significaría la derrota de los ucranianos y de quienes les han apoyado, que es tanto como decir el conjunto del mundo occidental. El desprestigio de Occidente aumentaría y las democracias liberales, a pesar de su riqueza y su nivel de vida, se encontrarían en un mundo en el que su papel se vería reducido.

Otra posibilidad es la de detener el conflicto, con la ocupación definitiva por Rusia del este de Ucrania y al menos parte de la costa del Mar Negro. Seguramente no es lo que Putin deseaba en un principio, pero tampoco sería una derrota de verdad y le proporcionaría un punto de partida favorable para futuras incursiones, si es que considera que le conviene emprenderlas. En ningún caso son soluciones satisfactorias, pero todas ponen de relieve los fallos de las elites occidentales a la hora de comprender la dimensión –la monstruosidad, si se quiere– de aquello a lo que se enfrentaban.