Extrema derecha

El espantajo de la extrema derecha

Si la izquierda quiere recuperar la confianza de su electorado tradicional debe replantearse quién es y a quién quiere representar

Agitar el espantajo de la extrema derecha sigue funcionando. Pero menos. Marine Le Pen no logrará presidir la República francesa. Aunque su Reagrupament National aspira a ser la primera fuerza del Parlamento de Francia en las próximas legislativas, la tercera vuelta.

Macron logró resistir con comodidad el auge sostenido de la derecha lepenista en las Presidenciales. Aunque reculando. Las distancias se achican. El presidente Macron se impuso gracias a los votos de pinza en nariz de buena parte del electorado que le apoyó en la segunda vuelta. No los sedujo. Sencillamente aprovechó el miedo a la llegada de los llamados ultras para prorrogar cinco años más su estancia en el que fuera Palacio de Madame de Pompadour.

La izquierda tradicional francesa no despierta de su letargo, sigue durmiendo el sueño de los justos. Mientras, el insumiso Melenchon sigue consolidando apoyos y su estatus. Como Le Pen, se ha salido de lo políticamente correcto. Ahí está su postura para con la inmigración, una de las dos cuestiones principales que determina el voto en Francia, junto a la redistribución de la riqueza. Lo dice el economista Piketty, ideólogo de referencia de la izquierda global. En «Capital e ideología» muestra un estudio sobre el comportamiento del electorado francés en la última década. Y sus preocupaciones. Pues bien, a la pregunta sobre si hay demasiados inmigrantes en Francia, los electores de Le Pen y Melenchon responden afirmativamente mientras los conservadores y los liberales de Macron niegan la mayor. ¿Los extremos se tocan? Melenchon no es para nada un racista. Pero está a años luz del panfletario e irresponsable «Papeles para todos».

Además, los electores de Le Pen defienden que hay que quitar a los ricos para dárselo a los pobres. Esa actitud explica, en parte, porqué buena parte del electorado tradicional de la izquierda la ha abandonado. O peor aún, que se siente abandonado por ésta y siente más acomodo en otras ofertas políticas que rallan con el populismo. Es un fenómeno europeo, global. El industrial Great Grimsby, al norte de Inglaterra, era un feudo del Partido Laborista. Se decía que ganarían los laboristas aunque su candidato fuera un pedófilo borracho. Hoy, es un bastión del Partido Conservador. En Estados Unidos, el llamado Rust Belt, donde el Partido Demócrata ganaba sin bajar del autobús, se impone Trump, un hombre al que importan poco las formas y las convenciones y que seduce a un electorado obrero alicaído, víctima de la crisis y que se siente abandonado.

Marine Le Pen, además, ha eliminado o por lo menos suavizado las aristas de la llamada extrema derecha. Es mujer, con lo que el estereotipo del patriarcado no se sostiene. Además es una mujer que echó del partido al macho alfa, su padre. Y lo que es más determinante, lo expulsó por antisemita, por cuestionar el Holocausto. Con lo que llamarle racista es harto complicado. Pero además, Marine Le Pen ha alejado el partido de la militancia antiabortista y festeja el ecologismo que hoy ya es, como el feminismo, una ideología del sistema.

La izquierda reacciona impotente, menospreciando la escasa formación del votante más a la derecha, favoreciendo el antiintelectualismo. En Francia, en los años cincuenta, sólo un 37% de los titulados superiores votaban partidos de izquierdas, lo cuenta el economista Miquel Puig en «Els salaris de la ira», un libro atrevido que se sale de la corrección política. Ahora, la cifra es de un 56%. Los partidos de izquierdas fueron los referentes de las clases trabajadoras. Hoy lo son de los votantes con formación universitaria aunque con rentas y patrimonios bajos. Mientras los partidos de liberales y conservadores siguen siendo los preferidos de los votantes con patrimonios y rentas elevados. Por el contrario, resulta que los que no tienen patrimonio, ocupan el escalafón inferior de la renta y no tienen formación académica se refugian en la extrema derecha.

Esa es, por ejemplo, una paradoja sangrante para un partido que luce las siglas de Socialista y Obrero. En Catalunya, según los estudios demoscópicos, los electores con más formación universitaria son los de la CUP. Y, a su vez, con una renta y patrimonio superior a la media. Lo extraordinario es que la izquierda sea incapaz de reaccionar, de cambiar de tercio y de compartir las preocupaciones de los sectores más humildes de la población.

Luego, ante el auge de la extrema derecha, reaccionan planteando cordones sanitarios. Aunque, a discreción. En Barcelona gobierna Ada Colau gracias a los votos de «la peor derecha de la ciudad» según aludía la formación de Colau a la candidatura que lideró Manuel Valls. Si la izquierda quiere recuperar la confianza de su electorado tradicional debe replantearse quién es y a quién quiere representar. Sencillamente, porque cuando abandonas un espacio siempre lo ocupa otro. Ahí está el drama.