Sociedad

El verdadero debate estaba en el club de La Moraleja

Los españoles ya nos vemos deformados por los cristales del callejón del gato solo que, como todos percibimos lo mismo, nos parece que es lo normal

El calor extremo ha creado en el aire de Madrid una película pegajosa que se adhiere a los ojos y a las tetas de las «escorts» que se mueven como en una película del mejor Berlanga fetichista, el genio que hubiera muerto por un tacón de aguja. Las escenas berlanguianas siguen sucediéndose incluso sin Berlanga, lo que es un milagro aun no explicado, como la sangre licuada de los santos. La España profunda no es solo Puerto Hurraco. La esencia también está en barrios lujosos donde el comportamiento austrohúngaro supera al de cualquier marqués de las Marismas del Guadalquivir. La España profunda está en el club de La Moraleja donde un escándalo se torna magnífico y casi en asunto de Estado.

Tanto periodista con el diploma de politólogo poniendo cara de interés estreñido,volviendo sobre los pasos de Pedro Sánchez, que es como revisar las huellas de crimen, intentando desentrañar por qué miente si le va a ir igual de bien diciendo la verdad; en fin, tantos focos en el Congreso cuando el verdadero debate que ha tenido a media España en vilo fue el que se formó a cuenta del follón en el club. Las dos Españas han sentenciado. Unos se han puesto del lado del ya célebre señor Salmones, el socio que se llevó a una prostituta a tan selecto lugar para provocar su expulsión. Quiso morir matando y no dejar a su mujer, en el reparto del divorcio, su lugar entre los elegidos que pueden entrar al recinto. Otros, del llamado «club de las primeras esposas», las guardianas de las reglas y que se echaron las manos a la cabeza en cuanto la meretriz les gritó: «¿De quién son estos melones?», mientras se tocaba sin mesura, claro. Allí no había un fotógrafo ni una cámara de televisión, suerte de que una socia cotilla lo grabó todo con su móvil para nuestro delirio.

El señor Salmones, en su riqueza, resultó la mejor metáfora de un país que, de perdidos al río, monta una hoguera para despedirse a lo grande, saltándose todas las reglas, antes de que le corten el suministro del gas o se ponga tan caro que será mejor comer lubina cruda a la japonesa. En su dignidad de caballero agraviado sacó la escopeta nacional que no deja de ser la misma por muchas legislaturas que sucedan. Viva el surrealismo. Los españoles ya nos vemos deformados por los cristales del callejón del gato solo que, como todos percibimos lo mismo, nos parece que es lo normal. Es lo que hermana a la derecha y a la izquierda. Unos se quedan con Lola Gaos levantándose las faldas en «Viridiana» y otros con el señor Salmones que ha dejado bien alto el listón del disparate.