Historia

500 años después

Los egos y temores de esa expedición se dirimieron en las figuras únicas y excepcionales de dos personalidades tan arrolladoramente distintas y distantes como fueron las de Magallanes y Elcano

Tony Gratacós

Juan Sebastián Elcano fue el primero en poner el cinturón al globo terráqueo, y el mundo cambió para siempre en todas sus dimensiones. Sin embargo, celebrar 500 años hacen viejos hasta a la intrépida figura del marino de Getaria. Eso es lo que hace el tiempo con los grandes hechos de la historia: los eleva a la categoría de intocables, acontecimientos esculpidos en piedra que contemplamos con reverencia en hornacinas incapaces de proyectar una dimensión humana de lo que estamos celebrando. Pero la entrada hace 500 años de Elcano en Sanlúcar a bordo de una nao llamada Victoria bien merece el intento de martillear esas piedras históricas y sacar chispas capaces de iluminar nuestros corazones, humanizar esa gesta y contemplarla con ojos nuevos. Sólo necesitamos tres cosas: mirar un mapa, visitar un lugar y cerrar los ojos. Por ese orden.

Un mapa es el comienzo, la primera chispa. Con él bajo nuestra mirada resulta fácil abarcar el mundo en el que vivimos. Pero olvidamos que alguien tuvo que ser el primero en dibujarlo, y que los trazos de los contornos geográficos de todas sus tierras fueron, en los albores del siglo XVI, un secreto de estado tan o más poderoso que los que guardan las grandes tecnológicas de Silicon Valley en el mundo actual. Entonces, mientras otros reinos se desgastaban en trazar las líneas de sus fronteras terrestres, Castilla dibujaba mapas de tierras que iba descubriendo a fuerza de tesón, ambición y coraje. Fue la ocurrencia de un portugués llamado Magallanes quien la hizo dar la vuelta al mundo. Su sueño no había sido rodear el globo terráqueo, sino llegar hasta las islas de las especias por Occidente, atravesando el continente americano por un estrecho del que nadie tenía noticia. Se sospecha que Magallanes tuvo que haber visto un mapa en la corte portuguesa en el que se adivinaba un paso a los mares de Oriente. A fecha de hoy, nadie ha sido capaz de dar fe de la existencia de ese plano. Nadie lo sabe, pero ese legajo misterioso, guardado celosamente en algún lugar del reino vecino, fue el principio de la aventura. Entonces, toda aventura comenzaba y terminaba con un mapa incompleto.

La segunda chispa capaz de humanizar la gesta es visitar la reproducción de la nao Victoria en Sevilla, a orillas del Guadalquivir. Lo verdaderamente fascinante al pisar la cubierta de esa nave es tratar de adivinar la difícil convivencia que tuvo que reinar ahí entre Magallanes y los demás capitanes. Los egos y temores de esa expedición se dirimieron sobre esas tablas en las figuras únicas y excepcionales de dos personalidades tan arrolladoramente distintas y distantes como fueron las de Magallanes y Elcano. Este, cuando se embarcó en Sevilla, ni tan siquiera era capitán de ninguna de las cinco naves, y llegó a formar parte de un motín dirigido contra el portugués. Pero la historia es caprichosa con sus protagonistas: el vasco y el portugués son las dos caras de una gesta que necesitó de ambos para realizarse.

Cerrar los ojos -o abrirlos, según el caso- es lo último que debemos hacer para derribar la piedra de los mitos y hacerlos descender a su dimensión humana original. La historia como ciencia nos ofrece un cúmulo de datos y descripciones en torno a lo que ocurrió durante la expedición. Pero estos no bastan para subyugarnos y enamorarnos de aquella historia. Las clases en el colegio no lo lograron. Entrar en el alma de una historia, ser cautivados por ella, requiere algo más que datos. Se necesita desnudar a sus protagonistas y tratar de descubrir en ellos la sangre y fuego que hacían palpitar sus corazones. Ese terreno, vedado a los historiadores si no quieren ser tildados de faltos de rigor histórico, es la tierra fértil por la que se mueven los contadores de historias. Y es a través de sus ojos cerrados que nosotros, espectadores y lectores con los nuestros bien abiertos, podemos retroceder en el tiempo y revivir la historia con la misma sangre, sudor y lágrimas que fueron derramadas. Siempre veremos la Francia del cardenal Richelieu con los ojos de Dumas, la Roma imperial a través de la mirada de Graves, McCullough o Posteguillo; los tiempos de Cristo serán los de Lewis Wallace, y la Inglaterra de Ricardo Corazón de León, los de Walter Scott. A través de los ojos de todos ellos, los nuestros permanecen bien abiertos, palpitantes de emoción, frente a la historia. ¿Son todas esas miradas verdaderas? Nadie lo sabe. Pero mientras no falten al respeto por lo que sucedió, mientras ninguna de ellas dé la espalda a los hechos que realmente ocurrieron, todo vale para conseguir meternos a nosotros, con los ojos bien abiertos, entre las costuras de la historia y disfrutarla.