Isabel II

Las campanas (del Big Ben) doblan por ti

Ando dándole vueltas al por qué de este desconsuelo. Hay gente que muestra más dolor público por la muerte de la Reina de Inglaterra que por la de su abuela

Las mejores necrológicas contienen un trasluz de distancia y de cinismo. Eso lo siente uno en las redacciones entre gritos, carreras y juramentos si es que en las redacciones aún se grita, se corre y se jura. Paco Márquez se llamaba el editor de cierre de un gran grupo de prensa andaluz con sede en Cádiz. Entrada la madrugada le sonó el teléfono y alguien le informó de que se había muerto Antonio Ferrandis. Él preguntó: «¿Ese quién es?». «¡Chanquete!», le respondieron al aparato. Entonces, Paco gritó: «¡Se ha muerto Chanquete! ¡A Marítimas!» En otro periódico, al morir Carmen Martín Gaite, el diseñador de la página dejó una perla escrita que por error pasó los filtros y bajo el titular de «Muere Carmen Martín Gaite» se leía el subtítulo: «Con lo buena que era».

Vean a mi Españita consternada por la muerte de Isabel II. Ando dándole vueltas al por qué de este desconsuelo. Hay gente que muestra más dolor público por la muerte de la Reina de Inglaterra que por la de su abuela de la que, después de morir, dijeron que ya estaba mayor. Resulta que la Reina era la abuela de todos y no nos habíamos enterado. Cada uno es libre de elegir su duelo y ha desaparecido un icono de la cultura popular anglosajona de la que formamos parte, y se termina una era, y es que nos hacemos mayores. Estaríamos llorando más por nosotros que por ella. «No preguntes por quién doblan las campanas. Están doblando por ti», decía el poema del poeta metafísico inglés John Donne. En su sermón de la muerte pronunciado en la Catedral de San Pablo de Londres dos meses antes de morir él mismo habló de la codicia por la aflicción. Donne advirtió de que «no debíamos tomar prestadas las miserias ajenas, como si no tuviéramos suficiente con las nuestras».

A la Reina difunta me une una relación casi familiar. Mi padre se refería a ella como «Mi novia» y lo decía por algo. Estando de público en los bosques de Windsor durante una prueba de enganches, la soberana lo vio, paró su coche y entre el gentío se dirigió hacia él. Mi padre compartía con ella el amor a los caballos y una elegancia británica en el vestir: chaqueta de tweed, pantalones de pana, camisa de cuadros, chaleco, corbata de punto, gorra y un bigote pelirrojo con las puntas en alto. Digo yo que lo habría confundido con algún par del Reino y por eso lo saludó con mucho cariño. Mi padre aguantó el tirón entre el público sorprendido, le hizo una respetuosa reverencia y cuando ella se dio la vuelta, se giró hacia mi madre y le dijo: «Isabel: mi novia».

Decía Jardiel Poncela que los muertos, por mal que lo hayan hecho, siempre salen en hombros. Algunos difuntos engrandecen porque se van muy pronto y otros, porque tardan en irse. A esta habría que incluirla en el segundo grupo. O quizás sea que los lamentos provengan de la actual lloronía actual y del narcisismo imperante. Gracias al pésame exagerado, la lágrima y la exhibición impúdica de una melancolía a todas luces desproporcionada nos creemos parte de la historia que de normal, siempre pasa de largo. Con los años podremos decir: «Yo estaba allí. ¡Cómo lloré!». En realidad, todos estábamos allí, y esto no representa mucho mérito. En cambio, mostrarse muy compungido le añade a la coincidencia un toque trascendente, quizás demasiado. Me estoy imaginando a la propia Isabel II, dueña de una estética emocional tan contenida, observando desde lo alto a toda esa gente que, de tanto llorar –pensará–, se está poniendo feísima.