Corrupción política

El bosque de Robin

Cualquier desviación que se haga a favor del sistema político de las propias ideas, aunque no sea hacia su cuenta corriente, el gestor público sabe que le beneficiará indirectamente tarde o temprano

¿Por qué dicen que no hay lucro personal cuando la malversación esquiva la línea recta para ir al bolsillo del propio político? ¿A quién quiere engañar el Gobierno? Nos explica un cuento de hadas fabuloso para intentar justificar lo indefendible, como si los contribuyentes tuviéramos el cerebro todavía sin desprecintar desde la infancia. Todos conocemos las cifras de los fabulosos sueldos de los políticos, que se pagan con dinero público. Sueldos que, por comparación con el de un autónomo medio, parecen verdaderos insultos a la igualdad de esfuerzo y riesgo. Es público y notorio que hay caciques regionales que han votado para sí sueldos superiores a los de la más alta autoridad del Estado. A la vista de estos agravios comparativos, la realidad demuestra que, cuando el político malversa desviando el dinero hacia otro lugar que no sea su propio bolsillo, lo único que cambia es que el lucro individual es indirecto en lugar de directo.

Cualquier desviación que se haga a favor del sistema político de las propias ideas, aunque no sea hacia su cuenta corriente, el gestor público sabe que le beneficiará indirectamente tarde o temprano y que recogerá esas ganancias en votos, dietas, encargos o subvenciones para proyectos. Mientras tanto –mientras con todo ello mantenga el sistema y él se mantenga dentro del mismo– sabe además que el holgado sueldo que le pagamos seguirá cayendo inexorablemente cada mes porque él está blindado por sus fieles. A eso llamaron en la primera década del siglo alimentar la Casta y, si se ataca tanto ahora el recuerdo de la Transición es porque el proyecto que se propuso en aquel momento no contemplaba una perversión de enfoque como esta, sino que pretendía evitarla.

Quizá debamos reconocer que esa lucha ha fracasado. Pero somos mayores de edad y tenemos la cabeza sobre los hombros como para aceptar cuentos de Robín Hood, personaje novelesco que en realidad nunca dio nada a los pobres.