Política

¿Y si fuera la democracia?

El argumento de la urgencia empuja a que, en el plazo de escasos 21 días, se altere la arquitectura del edificio constitucional

En este aluvión legislativo en el que estamos inmersos el juego de los tiempos lo es todo. O casi. Detrás de la cascada vertiginosa de retoques-reformas-demoliciones normativas, que apuntan a algo más que a cambio de ciclo, se oculta una premura propia de prestidigitación política. El argumento de la urgencia empuja a que, en el plazo de escasos 21 días, se altere la arquitectura del edificio constitucional. Reconstruyéndolo. En un ejercicio de eclecticismo superlativo se encajan en un solo movimiento regulador un nuevo modo de renovación de los magistrados del TC, una rebaja de las mayorías cualificadas del CGPJ, la derogación del delito de sedición, la adaptación «ad hominem» de la malversación y, para salvar el error de la ley del «solo sí es sí», una «aclaración» a los jueces en la exposición de motivos del Código Penal sin consecuencias reales. Toda esta revolución llega, además, esquivando los informes jurídicos y técnicos previos que fija el sistema para garantizar los equilibrios de la separación de poderes, esos «checks and balances» que nos distancian de las junglas. Un atajo en las formas que asienta, de rebote, el vicio de la legislatura: convertir procesos excepcionales en trámites corrientes.

Y cuando, en la lógica racional de los Estados de derecho, los impulsores de las transformaciones deberían estar preocupados por los riesgos del desmontaje de determinados controles o por las secuelas futuras de algunas despenalizaciones presentes, lo cierto es que el desasosiego es otro y de marcado carácter electoral. El temor a las urnas y a lo que los ciudadanos decidan después de reflexionar y sedimentar los últimos gestos. Habrá que esperar a ver qué depara el año electoral que nos viene para determinar si la distancia temporal que se pretende marcar logra consolidarse, en efecto, como el olvido. O si, al final, tendremos que reversionar el famoso principio «clintoniano» y concluir que, en realidad, «es la democracia, estúpido».