PSOE

Idealismo y autoengaño

Cuando el interés partidista está por encima de cualquier otra consideración, cono es lo propio del socialismo español, los contrapesos resultan inútiles

A mucha gente le escandaliza que se hable de jueces, o miembros, progresistas o conservadores en referencia a los miembros del Tribunal Constitucional. Es una forma de intentar evitar la aparición de calificativos más gruesos, como los de «facha» o «golpista», que tanto, hasta la náusea, se han escuchado estos días. Una cosa no lleva a la otra, sin embargo. El Tribunal Constitucional es una institución eminentemente política, en el mejor sentido de la palabra. Quienes lo componen tienen convicciones ideológicas, las mismas que organizan convencionalmente el espacio público. Las adscribimos a «izquierda» y «derecha», traducidas por «progresistas» y «conservadores» en el caso del TC. Supuesta la máxima calificación profesional, no se sabe cómo quienes componen el alto tribunal se despojarían de esas convicciones, como quien se quita una prenda de vestir, a la hora de valorar cuestiones esenciales de la vida pública.

Tampoco el procedimiento por el que se escogen los miembros del TC puede estar completamente libre de influencias políticas o, para decirlo con más claridad, partidistas. A menos que se instaure la elección por sorteo, las instancias que participan en ese procedimiento, es decir el Congreso y el Gobierno, son políticas por naturaleza. Y como es natural, se perfila una selección que corresponde, más o menos, a las decisiones del cuerpo electoral llamado soberano. El «más o menos» es importante, porque a pesar de la retórica tóxica escuchada estos días, no existe ningún precepto que relacione la mayoría en el TC con la mayoría electoral o parlamentaria. Como tampoco la etiqueta ideológica determina el comportamiento de los jueces, que no siempre se atienen a la expectativa de quienes los seleccionaron en su momento.

Por eso, aunque se pueda llegar a estar de acuerdo con que cuanto mayor sea la institucionalización del proceso de selección, mayor será la autoridad del TC, no hay forma de llegar a una institucionalización perfecta, que es lo que parece que pedimos los españoles, engañándonos a nosotros mismos. En Estados Unidos, designan de por vida a los jueces del correspondiente TC. Parece una fórmula mejor que la española, con su renovación periódica y parcial, que parece pensada para el pacto entre partidos. De ahí el descrédito en el que el TC español viene hundiéndose hace mucho tiempo aunque, llegados al punto en el que estamos, probablemente sería mejor renovar ya el TC, aunque fuera con las reglas discutibles hoy vigentes, que impedirlo y contribuir sin remedio a la grosera campaña de desgaste emprendida por el Gobierno y sus amigos.

En esto último está una de las claves del asunto. Y es que tenemos como protagonista de la vida pública española a un partido que supedita la Constitución a la prosecución de sus propios fines con independencia de cualquier consenso amplio de la opinión: en este caso, transformar España en una confederación, una «nación» de naciones y nacionalidades, un proyecto al que sólo le faltan los últimos retoques para convertirse en realidad. Este hecho no lo compensa ningún procedimiento de elección, ni siquiera el más depurado. Cuando el interés partidista está por encima de cualquier otra consideración, cono es lo propio del socialismo español, los contrapesos resultan inútiles. El principal partido de la oposición conoce todo esto, pero en su tiempo prefirió la abstención. Ahora es posible que sea demasiado tarde. Y no servirá de nada seguir diciendo a los españoles que existe un Tribunal Constitucional ideal y perfecto.