Política

Lealtad y sumisión

Hoy, en nuestra política, si alguna voz disiente, es tildado inmediatamente de desleal, incluso expulsado. Lo que se lleva ahora son «fuenteovejunas» sumisos al dictado del jefe de la secta

Refiero una sencilla anécdota que se atribuye al Mariscal de Francia Hubert Lyautey (1854-1934) un hombre excepcional, administrador competente, artífice de la pacificación de Marruecos y Orán con una política de acercamiento, de respeto, de estímulo de las obras públicas y del arte; ministro de la Guerra en la Primera Guerra Mundial; amigo de España, nuestro Rey Alfonso XIII le concedió la Gran Cruz de la Orden de Carlos III.

Visitaba Argel acompañado de amplio séquito de generales y arquitectos franceses de prestigio, a fin de decidir el emplazamiento de un gran hospital para la ciudad. Tras escuchar varias propuestas, observó la mirada de un joven teniente médico destinado en la guarnición, en principio sin voz ni voto en aquel grupo. El Mariscal a quien se atribuye «que creaba a su alrededor una atmósfera de inteligencia y confianza», de pronto preguntó: «¿Qué opina teniente?». El sorprendido oficial, educadamente, rebatió tesis de sus superiores defendiendo el emplazamiento en lugar diferente, más elevado, aireado, con mejores temperaturas y menor grado de humedad. Se la jugó. Pero fue leal. Allí sigue hoy aquel hospital.

Este es el sentido de la lealtad. Obrar y decir en conciencia lo que uno siente y sabe expresar. Por supuesto es citada en varios artículos de nuestras Ordenanzas, normalmente asociada a la confianza. Destaco el 110: «su acendrada lealtad, espíritu de sacrificio, laboriosidad y resistencia física, son cualidades esenciales para el desempeño de su misión; con ellas se hará acreedor de la confianza del mando y de las tropas».

Resalto: «confianza del mando y de las tropas», es decir, hacia arriba y hacia abajo, porque lealtad y confianza deben ser recíprocas, de doble sentido.

Pienso hoy en España cuando detecto que la lealtad va desapareciendo de nuestra vida política, incapaz de crear la atmósfera de confianza que citaba Lyautey. Es tanto como decir que ha desaparecido de nuestros códigos de conducta, de nuestros medios de comunicación, de nuestro modelo de convivencia. Y esto es grave, porque por contagio, se extiende a toda la sociedad. Cuando percibo ciertas declaraciones que rozan o conllevan el insulto, pienso más en sectas que en políticas públicas donde el bien común debe presidir las conductas individuales. Y veo caras y miradas apasionadas en el Congreso –odios incluidos– que recuerdan más a los devotos del Palmar de Troya que a las propias de un parlamento democrático. Nada que ver con Westminster donde los diputados pueden votar en contra de su propia formación, cuando lo demandan su conciencia o los intereses de su distrito electoral.

Hoy, en nuestra política, si alguna voz disiente, es tildado inmediatamente de desleal, incluso expulsado. Lo que se lleva ahora son «fuenteovejunas» sumisos al dictado del jefe de la secta. No les basta con constatar que en cuanto no sean necesarios, pasarán a la triste situación de desechos de tienta, salvo –si son sumisos– que alcancen alguna puerta giratoria. Seguramente algunos intentaron ser leales con su jefe, diciéndole «así no», «vas desnudo» como el emperador romano. El pago habrá sido el mismo. Pregúntenselo a Iván Redondo, a Tania Sánchez, a Ábalos y a tantos otros.

La tumba de Lyautey en los Inválidos de París, lleva escritos dos epitafios. Uno en árabe que honra a los dos pueblos: «cuanto más viví en Marruecos, más me convencí de la grandeza de este país». El otro en francés recogiendo uno de los pensamientos que forjaron su carácter: «quise ser una de aquellas personas en quienes los hombres creen, en cuyos ojos miles de ojos esperan órdenes, a cuya voz se abren caminos, se pueblan países y surgen ciudades».

Sé que nos costará reconstruir una sociedad apoyada en la lealtad y la confianza. Sabemos bien cómo juegan los desleales. No lo oculta Otegui al jactarse como gran paradoja, «que no habría gobierno de progreso en España, sin el sostén de las fuerzas de izquierdas, las que quieren marcharse –precisamente– de ella». También sabemos cómo interpretan nuestros dirigentes comunistas la teoría del «fin justifica los medios». Su compañero de viaje Putin, les marca el buen camino en Ucrania.

Pero de peores situaciones hemos salido, porque quedan «puntos de soldadura firmes», personas e instituciones que soportan las estructuras de nuestro Estado de Derecho, con nuestro Rey al frente, por mucho que se quiera socavar su imprescindible papel constitucional.

Entre tantos artículos de nuestra Carta Magna leídos estos días, no puedo obviar lo que intuyeron sus «padres» al redactar el 102 que tipifica la traición y las responsabilidades criminales del presidente y de los miembros del Gobierno y las consecuentes de la Sala de lo Penal del Supremo. Estremece releerlo.

¡Mejor reconstruir la atmósfera de confianza y lealtades que pregonaba Lyautey!