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Tribuna

Aborto y relato

Sorprende que quien debería –digo «debería» y lo digo no sin candor– defender la vida humana con valentía y claridad, vea en ello un obstáculo para sus aspiraciones electorales.

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Allá por 2010, al aprobarse la ley del aborto, una ministra zapateril sentenció que con esa ley el debate sobre el aborto quedaba zanjado, superado. Desde su lógica, la sociedad había asumido la cotidianeidad del aborto; incluso el «aborto» como palabra desaparecería y en su lugar se diría «interrupción voluntaria del embarazo»; además, quedaría desdibujada la idea de que hablamos de la destrucción de un ser humano y en su lugar se apelaría a la «salud reproductiva y sexual» de la mujer.

La realidad ha desmentido ese vaticinio. El movimiento provida ha seguido y sigue muy activo, así como el vano empeño por silenciarlo; vino la reforma y contrarreforma del aborto de las menores de edad o la negativa de muchos médicos a participar en semejante holocausto o el empeño por ocultar el síndrome postaborto, una dura realidad cuando se vende el aborto como algo liberalizador.

Pero, además, el vaticinio de la ministra zapateril quedaba desmentido fuera de nuestras fronteras. Ahí está el correctivo del Tribunal Supremo norteamericano a la doctrina Roe vs. Wade y que, como reacción, ha desencadenado un movimiento mundial para amarrar bien este programa de destrucción masiva de seres humanos. Así, en Francia, se constitucionalizó como derecho fundamental que la madre acabe con la vida del hijo que gesta, o ahí tenemos ahora el movimiento My voice, my Choice que, para Europa, pretende generalizar la barbarie abortista: aborto sin límites, sin sujeción a plazos, nada de informar a la madre, nada de hacer pruebas médicas previas y, eso sí, subvencionar el «turismo abortivo» para contraprogramar a los pocos países que no facilitan matar a un ser humano en gestación.

En España contemplamos no sólo la aberración de que el Tribunal Constitucional, erigido en dependencia gubernamental, «constitucionalice» esa muerte como derecho, sino que hoy, ahora, asistimos a lo más bajo de nuestra política. Siguiendo la «hoja de ruta» marcada por la maldición zapateril, conviene tensar, crear enfrentamiento. Es la miseria zapateril en estado puro: nada de que el gobernante fomente lo mejor de las personas, sino lo que divide, enfrenta y genera odio, y con esa querencia por la cultura de la muerte, nada mejor que apelar al aborto, lo que deja en evidencia dos dramas. Uno, que se apele a la muerte masiva de seres humanos en gestación como baza electoral; y dos, que la defensa de la vida humana desde su concepción la vean otros como un obstáculo electoral, un lastre.

No sorprende que fuerce ese relato quien tiene como seña de identidad facilitar la muerte de seres humanos, quien enarbola una ideología destructiva, cuando no expresamente criminal: esa será la huella que deja en la Historia. Pero sorprende que quien debería –digo «debería» y lo digo no sin candor– defender la vida humana con valentía y claridad, vea en ello un obstáculo para sus aspiraciones electorales. Podría admitir –y ya cuesta– que ciertas dosis de tactismo exijan decir que la muerte de un ser humano no nacido es un derecho que está garantizado y que no lo tocará. Valdría –repito, haciendo ascos– como tactismo, pero la desgracia es que ya no hay tactismo, sino identificación de fondo: es parte de su proyecto político.

Unos por convicción y electoralismo y otros por no quedar pillados en un asunto que incomoda y que –piensan– les descoloca como opción moderada, la realidad es la que es y a ninguno les genera vértigo. Esa realidad es la de dos millones de seres humanos destruidos desde 1985 –más de cien mil anuales según la última estadística–, que se vea con paz la cotidianeidad de que a diario se mate –aquí, en Madrid– a unos cincuenta seres humanos. Por cierto, digo «seres humanos» porque eso es el embrión, que será feto y, si se le deja, recién nacido; si no digo «personas», es por purismo jurídico.

Esa cotidianeidad será la consecuencia de un proceso liberalizador ya metabolizado, pero ha sido y es algo intencionado. Para unos, como forma de desdibujar la idea de persona humana y de su dignidad, allanando su proyecto totalitario: ¿hablaremos de derechos de la persona si se inocula una mentalidad que no sepa qué es persona –no hay hombre o mujer, la persona es un constructo ideológico–, si su vida es disponible al inicio o al fin o se cosifica al feto humano o se protege y se ve con más ternura a una mascota?

Y para los otros, la intencionalidad está en la renuncia a librar una «guerra cultural», algo que sólo mentarlo les molesta. En su mentecatez no captan que ahí se libra el futuro de nuestra sociedad, también su futuro político, y este sólo prosperará si frente a un proyecto destructivo –con el que se mimetizan por cobardía– ofertan un proyecto constructivo, basado en la dignidad de la persona.

José Luis Requero, es magistrado del Tribunal Supremo