Cuaderno de notas

Acróstico de otoño

Son días como de Paul Verlaine en los que el hogar toma una dimensión distinta: el calor de los radiadores, el plato de cuchara, volver a arrimarse en la cama.

Apunté en mi cuaderno que por fin llegó el otoño con su estreno de abrigos y la ciudad se vio envuelta en una conmovedora efervescencia de viento y de ramas. Hacen su agosto los que les ponen nombre a las borrascas, los contadores de muertos y los sexadores de bombas sobre los hospitales.

Nunca es tarde. Este año, el otoño de Madrid cayó en jueves y de pronto desplegó su imperio de alcantarillas como géiseres, niños empapados en la puerta del colegio, acróstico de hojas y charcos y una congoja de oscuridad como de «Al alba» de Aute. Son días como de Paul Verlaine en los que el hogar toma una dimensión distinta: el calor de los radiadores, el plato de cuchara, volver a arrimarse en la cama.

Dicen las canciones que el reino del amor son las noches tórridas del verano de sudor, perreo, tu piel, tu boca y todo el monario de altavoces y pupumpumpá, pero el amor es algo que una vez abierto, se guarda en la nevera, pues el frío lo conserva con toda su ceremonia de echar mantas por encima al que se ha quedado dormido en el sofá, el ejercicio de mirar al fuego y, sobre todo, el regreso del otro desde exilio del aquel lado de la cama cuando, después de meses de lejanía, cruza el páramo de unas sábanas como de estepa.

Obviamente, como escribe Ricardo Calleja en su último libro de aforismos «Istmos», amar es volver. Agosto está muy bien para que la gente salga a enrollarse y eso, pero el amor de mirada gastada, de silencio de sobremesa, de «ma main dans ta main», de perdonarse, ese amor de corazón en el vaho de la ducha y otro aniversario de boda, eso, digo, va de octubre a junio y lo demás supone un mero ejercicio de arrimar material.

Ni en el chiringuito, ni en la cubierta del barco en la cala de Mallorca: el amor y la amistad, que son diferentes formas de un mismo cariño, echan raíces en noviembre, en el atasco del lunes por el aguacero y en la sala de espera de la consulta del médico ahora que el primer baño del verano es una quimera, que el mes de julio queda a tomar por saco y lo más parecido al calor es agarrar un paquete de castañas en el bolsillo. Durante un tiempo, como andábamos en tanta cosa, Elena y yo solo nos veíamos fuera de casa con ocasión de las pruebas médicas. Fueron nuestras mejores citas, pues con los años, la expresión de «Aquí y ahora» tomaba su verdadero sentido allí, pidiendo la cuenta del restaurante de camino al doctor, al fragor del tac o a la aguja de la enfermera de los análisis, y no contra la puerta del baño de la discoteca.

Indican los augures que al fin se viene el invierno con su imperio de paraguas y de miedo, pero esta es la geografía que da sentido al verano, pues pone en contexto las charangas, las canciones, las colchonetas y los periódicos de portadas con siluetas de flotadores con forma de flamenco. No queda otra que resguardarse en la Fe y la esperanza de un siete de julio viendo pasar a San Fermín entre gigantes, jotas, amigos, ajoarrieros y abrazos, ahora que nos asedian las espoletas, las noches de postoperatorio y en casa aún no hemos comido castañas. Todo va a salir bien.