Quisicosas
En el barro, hiel y miel
Muchos de los arrastrados por la ola del barranco tienen los ojos desorbitados, como terneras en pánico, y quedan locos, incapaces de hablar por un tiempo, balbuciendo incoherencias
El chaval –pelo rubio, ojos azulísimos– llegó desesperado al centro médico de Chiva. Iba de pueblo en pueblo, buscando al padre desaparecido. La enfermera Regina lo acompañó al centro de desplazados, ni rastro. Entre los que habían perdido las casas no apareció nadie que respondiese a la descripción de aquel hombre, que había salido en coche de su casa y jamás regresó. El chico se marchó, cabizbajo y triste, pero los ojos no se le olvidaron a Regina, que es pequeña y dulce, aunque dura como la cáscara de nuez, que tiene dentro un fruto tierno.
Muchos de los arrastrados por la ola del barranco tienen los ojos desorbitados, como terneras en pánico, y quedan locos, incapaces de hablar por un tiempo, balbuciendo incoherencias. «Había un hombre –recuerda la enfermera– que ni sabía quién era. Había olvidado su identidad, su nombre, su procedencia. Lo encontramos estrellado, orillado en el vehículo, en la A3». Entonces la mujer pequeña le miró los ojos azulísimos y algo le dio un aldabonazo dentro. Las mujeres tenemos esas cosas, que un movimiento de las manos, un forma de mirar de soslayo nos hacen reconocer a los hijos y a los desvalidos. Regina caviló. A duras penas consiguió que el desconocido recordase tener un hermano, dueño de un restaurante. Llamaron a varios establecimientos y en uno, el dueño buscaba al pariente. Se oyeron gritos al otro lado de la línea, en el centro médico se hizo silencio, «se nos saltaban las lágrimas»: el hostelero era efectivamente el hermano de aquel conductor accidentado, que a su vez era el padre del muchacho de los ojos celestes. La tormenta no se salió con la suya. Hay como islas de alegría en medio de esta gran tragedia.
Por ejemplo, lo de Elena, de Letur (Albacete), que fue arrastrada por el río, que de repente atravesó el pueblo por donde no le correspondía, y se quedó suspendida de un balcón, muy cerca de donde fueron arrebatados Jonathan y Mónica. Una hora estuvo colgada de las barras, pidiendo auxilio, empapada y aterida, la piel dilatada y amarilla por el frío extremo, los ojos cavados en negro de angustia. «El López», de sesenta y tantos, pero fuerte como un toro, la vio y corrió donde su hermana Antonia, que le dio cuerdas. Regresó al balcón, ató a Elena por la cintura y el pecho, y la izó, arrancándola del agua que se la llevaba. Superado el peligro, el López se encaminó aliviado hacia el molino, donde Antonia, sólo para ver que el río se había llevado a su hermana. El cuerpo apareció el sábado a cinco kilómetros. Miro mis botas, pardas de barro, y me parece que el fango sabe a hiel y miel, como la vida.
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