
Quisicosas
Begoña, la ambición rubia
Begoña viene de los negocios privados más sórdidos y ha demostrado saber de contactos, enchufes y aprovechamiento
Siempre ha habido mujeres que se creen que lo valen porque sus maridos las han aupado al poder, por ejemplo Rosario Murillo, la temida esposa de Daniel Ortega, el líder nicaragüense o, por supuesto, Evita Perón. Qué decir de las consortes de Mao o Ceaucescu. Se produce un salto tan grande, que ellas, meras acompañantes, acaban creyendo que la alfombra roja les corresponde por mérito adjunto. A veces tienen tanto peso que labran la desgracia del marido. Por ejemplo, Antonia Iborra, la mujer de Manuel Chaves, cuya afición por la vida suntuosa les llevó a habitar a todo trapo la lujosa Casa Sundheim de Sevilla, donde se sucedían los cócteles y fiestas rebosantes de gambas y ostras, hasta que Izquierda Unida puso pie en pared y los echó de allí. En su afán principesco, Iborra empujó después a su marido a remodelar el Palacio de San Telmo y diseñar dentro una mansión para los presidentes de la Junta, que al final no tuvo ocasión de disfrutar porque la avidez –incluidas las subvenciones a la empresa de su hija– los desalojó del poder. La mano que mece la cuna tiene peso. La mesura de las «primeras damas» españolas (ya sé que no se dice así) ha sido proverbial en democracia. Desde la discreta Amparo Illana hasta Carmen Romero, la profesora funcionaria, sencilla primera esposa de Felipe González, pasando por las mujeres de Leopoldo Calvo Sotelo, Aznar, Zapatero y la casi invisible mujer de Rajoy, Elvira Fernández, es de agradecer que nunca hubiese un abuso. Todas estuvieron en su papel, quizá porque todas eran mujeres de clase media conscientes de la importancia del Estado y nada interesadas en el dinero: Illana y Sonsoles Espinosa eran hijas de militares; Pilar Ibáñez, hija de ministro de Educación; Carmen Romero y Ana Botella, funcionarias por oposición; Elvira, economista con una gran carrera, lo dejó todo para convertirse en ama de casa. La ambición rubia se llama Begoña Gómez y con ella se rompe una tradición. De su familia, mejor no hablar, con esos 20 burdeles y clubes de cuyos beneficios se lucró la pareja para comprar el piso familiar. Una no tiene la culpa de los desmanes de sus padres, pero a menudo el hogar marca una educación. Begoña viene de los negocios privados más sórdidos y ha demostrado saber de contactos, enchufes y aprovechamiento. Es, desde luego, la menos formada académicamente de todas las esposas presidenciales. No quiero pensar que tuviese ánimo delictivo, pero eso no le exime del deber. Para ella, tirar de la gente que servía a su marido, comadrear con el rector de la Complutense o favorecer a los empresarios amigos ha sido una costumbre. Que la izquierda la ampare me resulta un misterio.
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