Los puntos sobre las íes
Begoña, cuatro veces presunta corrupta
«La mujer del César no sólo ha de ser honrada sino parecerlo»
Las mujeres de los presidentes del Gobierno, y digo mujeres porque pervive el anacronismo de que jamás hayamos tenido una presidenta, se caracterizaron históricamente por su discreción y dignidad. La primera de ellas, Amparo Illana, cónyuge de Adolfo Suárez, era una excelente persona que no tuvo un empleo porque en aquel entonces era desgraciadamente habitual que las féminas se dedicasen a lo que se denominaba «sus labores», machistoide eufemismo que servía para describir el cuidado de los hijos y el mantenimiento del hogar. Tres cuartos de lo mismo sucedió con la de Calvo-Sotelo, Pilar Ibáñez-Martín, hija de un ministro franquista, que se centró en sus ocho vástagos. Ninguna protagonizó escándalo alguno por la sencilla razón de que eran éticamente intachables. Carmen Romero se convirtió en la primera presidenta consorte con independencia económica y laboral: era profesora de Lengua y Literatura en el madrileño Instituto Calderón de la Barca, adonde acudía todos los días desde Moncloa para ejercer la docencia. Así estuvo siete años, los que transcurrieron entre la primera victoria socialista y 1989, cuando fue elegida diputada por Cádiz. Ni en su faceta educativa ni como política dio que hablar. Nunca fue de mujer de SuperFelipe. Ana Botella fue igualmente irreprochable: no trabajó durante los ocho años de mandato de Aznar para evitar posibles conflictos de interés. Renunció, incluso, a ejercer de Técnico de Administración Civil (TAC), prestigiada oposición que había superado en 1977. Sonsoles Espinosa fue tan enigmática como impecable moralmente hablando: continuó ejerciendo como profesora de música, su profesión de siempre, y como soprano suplente –no es María Callas pero eso es lo de menos–, más allá del 14 de marzo de 2004 cuando Zapatero ganó unas elecciones que tenía perdidas. La economista Elvira Fernández Balboa (Mariano Rajoy) es tal vez la más anónima de todas. Siempre odió los focos, las moquetas y los saraos y desde muchísimo antes de que su marido conquistase el poder trabajaba en el grupo Telefónica como analista financiera. Todas y cada una de ellas hicieron bueno el manido aforismo: «La mujer del César no sólo ha de ser honrada sino parecerlo». Hasta que llegó Begoña Gómez. Pedro Sánchez se estrenó haciendo historia, con la primera moción de censura victoriosa en democracia, y la sigue haciendo. Repugnante historia pero historia al fin y al cabo. Es el primer presidente en tener de socia a ETA, el precursor en el diabólico arte de pactar con unos insurrectos y el pionero también en colar comunistas desorejados en el Gobierno. Pero, sobre todo, los anales le recordarán como el 1 en tener una imputada y quién sabe si condenada al otro lado de la cama. El récord de Begoña permanecerá intocable por los siglos de los siglos: puede que haya una consorte presidencial investigada –o un consorte– pero se antoja cuasiimposible que nos encontremos con una tetraimputada, esto es, con una cuatro veces presunta corrupta. No es cosa menor teniendo en cuenta que un reo no pasa normalmente de una o dos atribuciones delictivas. A Bego se le acusa de corrupción en los negocios, intrusismo, tráfico de influencias y apropiación indebida. Esto último es tanto como concluir que es una supuesta ladrona. Otro hito: las cuatro inculpaciones suman 11 años de cárcel. Unos auténticos campeones del mal, él y ella. Sánchez se ha cargado España, sus instituciones, la separación de poderes, la decencia en la vida pública y, lo que faltaba, el buen nombre de la no siempre reconocida institución del consorte, inmaculada hasta que nuestros Bonnie and Clyde entraron en escena. Ellos lo celebraron descojonándose de todos nosotros desde Bollywood. Descojone con cargo a nuestros impuestos, naturalmente.