El Estado del Mundo

El billonario que no tenía nada

La Razón
La RazónLa Razón

El polvo rojo que levantaron sus pies huyó entre remolinos de aire seco. Dio una patada a una lata y escupió al suelo antes de torcer hacia una concurrida calle. Allí, el calor que emanaba del asfalto golpeó a Roger como si estuviera siendo horneado. Se pasó la palma de la mano sobre la frente para sacudirse cuatro gotas de sudor en un mismo gesto. Las bocinas de los coches trinaban más por costumbre que por ira. Cruzó la acera y plantó sus casi dos metros de cuerpo frente a un pequeño local de comidas. En pleno centro de Harare.

Se rascó un bolsillo y sacó un billete de un billón de dólares. Inservible. Rebuscó en su vecino gemelo y, sin llegar a sacarlo del todo, escrutó el papel con el rabillo del ojo.

Lo volvió a meter a las profundidades de la entrepierna. De nada servían ya 100 billones de dólares. Entonces se rió. Pensó en que la misma cantidad ligada a las letras "US"le convertiría en el hombre más admirado del planeta. Pero él había crecido en el Zimbabue de Mugabe, durante la hiperinflación.

Ahora de nada servían los dólares zimbabuenses, los mismos con los que se limpiaban el trasero sus compatriotas cuando estaban en curso hacía unos meses, antes de que Mugabe adoptara "de facto", a sus 87 años, el dólar estadounidense.

En los peores momentos, allá por 2009, los precios se duplicaban cada 24,7 horas (con una inflación récord de 89.700 trillones por ciento). Entonces 10 billones de dólares zimbabuenses equivalían a 4 de sus hermanos gringos y un billón era humo.

Ahora, los medios oficiales aseguraban que todo estaba bajo control, pero él sabía que no era cierto. Rebuscó un poco más en los bolsillos traseros de sus tejanos y allí encontró unos cuantos rands surafricanos. Suficiente. Aliviado, pidió una cerveza y se sentó a leer un desgastado periódico opositor.

La portada estaba salpicada de noticias alarmantes que ya no alarmaban a la gente. En grandes caracteres leyó: "El Banco Central podría cerrar". Al parecer, los escasos funcionarios que acudían a trabajar querían dejarlo. Gideon Gono, gobernador del Banco y hombre de confianza del presidente Mugabe, explicaba que 1.500 empleados fueron dados de baja en febrero y que, de los 530 que quedaban, "la mayoría quería irse".

Nadie cobraba una cantidad decente desde hacía tiempo y hasta los coches oficiales habían sido embargados para saldar las facturas de las semillas compradas para repartir entre los agricultores negros beneficiados por la confiscación de tierras a los granjeros blancos.

Roger dio un largo sorbo a la cerveza antes de que se calentara. Pasó la página y siguió leyendo. La Asociación Internacional de Transporte Aéreo había suspendido a Air Zimbabwe, la aerolínea bandera, por impago.

La deuda no era insalvable (282.000 dólares americanos) salvo para una empresa zimbabuense. Las continuas huelgas por los salarios atrasados a pilotos y personal habían terminado de hundir a la compañía, que apenas ingresaba ya un millón de dólares al mes. Sonrió otra vez al escuchar al presidente en la radio que había junto a la barra.

Hablaba de que la economía iba a crecer un 5% y pedía a sus socios del Gobierno de concentración -liderados por el opositor Tsvangirai- un adelanto electoral de dos años.

Apuró la cerveza y pagó. Roger salió de nuevo a la calle, dispuesto a encontrar un trabajo con la ilusión de un niño pese a la bancarrota y el olvido de todo el mundo. Tenía 22 años y era billonario.