Espacio

1.284 planetas

La Razón
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Entre mis recuerdos esenciales figura la admiración infantil por Julio Verne. «Viaje al centro de la Tierra», «De la Tierra a la luna», «La vuelta al mundo en ochenta días» y «Veinte mil leguas de viaje submarino» colonizaron el cerebro del niño sonámbulo que fui, ebrio de curiosidad en un sofá mientras espiaba el reloj y rezaba por que mis padres tolerasen media hora extra de lectura antes de enviarme a la piltra. Aquella ceguera luminosa, el hambre por conocer y la avidez de acumular datos, el frenesí por dibujarme una cartografía que contuviera el universo, me llevó luego a Carl Sagan y a Brian Greene, a Richard Dawkins y Stephen Hawking, tan cruciales en mi cada día más precaria formación como Pablo Neruda y Arthur Koestler, Primo Levi y Herman Melville, Vladimir Nabokov y Christopher Hitchens. Siempre conservé un amor estupefacto por la literatura científica, acaso exacerbado por mi manifiesta torpeza para los números y mi definitivo asombro ante la escala de un cielo en el que apenas figuramos como una futil colonia de bacterias en las fauces del Leviatán. Que el vástago del gusano, hijo de un pez que abandonó el océano y heredero del primate que domesticó el fuego y aprendió a cocinar el pernil de bisonte haya logrado cuestionar el origen de todo esto, primero a partir de la superstición y más adelante gracias al desarrollo del método científico, facilita que descartemos por inútiles todas las ideologías que hacen bandera del desencanto. Aficionados al canibalismo, crueles, miserables, violentos y narcisos, también sabemos espirar el concierto de las ondas gravitacionales, pusimos un pie en la luna, hemos fotografiado los atrios del Big Bang y, si las comadrejas lo respetan y no roen más cables, seguiremos acelerando partículas en el Gran Colisionador de Hadrones hasta desentrañar el abecedario del Modelo Estándar, eternamente fascinados por la bella idea de alcanzar la Teoría del Todo. De ahí que la noticia de que el telescopio espacial «Kepler» ha confirmado la existencia de 1.284 nuevos planetas, que dobla el número de los que ya conocíamos, me provoque un entusiasmo casi beodo. Como de crío que cae por primera vez en la cuenta de que por cada libro y película que descubra le esperan otros miles, dispuestos a ser deglutidos. Según los cálculos de la NASA, que toma como base los descubrimientos del «Kepler», sólo en la Vía Láctea existirían más de diez mil millones de planetas similares al nuestro, y recuerden que hay más de cien mil millones de galaxias. Habrá quién encuentre deprimente la certeza de que somos una mota en el retablo del cosmos. Algunos temen la contingencia de que algún día nos fagocite una civilización mucho más desarrollada. Están los que celebran la idea de que lejos del sistema solar vibren mundos dignos de Ray Bradbury y quienes señalan la alta probabilidad de que estemos solos. Yo me conformo con darme un paseo en el yate interestelar de la imaginación mientras celebro la imprescindible supervivencia de la NASA, tan cuestionada por quienes aspiran a que el conocimiento ofrezca rendimientos pedestres e inmediatos.