Alfonso Ussía
28 de noviembre
Los nombres se sucedían y se llenaban los camiones de la muerte. A las 7,15 de la mañana se oyó la voz del miliciano: «¡Pedro Muñoz-Seca, al Rastrillo para marchar!». Se adelantó serio y emocionado. Abrazó a Cayetano Luca de Tena y le encomendó que entregara su última carta, escrita en la madrugada a su mujer e hijos, a un diplomático mejicano que visitaba la checa de cuando en cuando. Llevaba dos abrigos. El miliciano «Dinamita» le arrebató uno de ellos y le quitó el reloj. Le cortaron sus famosos bigotes. Carrillo y García Atadell dispusieron el día de su asesinato. Su hermano menor, el doctor José Muñoz-Seca, había rogado a su íntimo amigo y paisano, Vicente Alberti, que impidiera su asesinato. Vicente intentó ponerse en contacto con su hermano, el poeta Rafael Alberti. La respuesta de Rafael no dejó lugar a la duda. «No puedo ni quiero hacer nada en su favor. Además, a estas horas ya estará muerto». Todavía no lo estaba. Le ataron las muñecas con un alambre, y con tanta fuerza, que su primera sangre brotó en el patio de salida de San Antón.
«Voy resignado y contento. Dios sobre todo». También le habían arrebatado la Cruz de madera que llevaba siempre consigo. Un miliciano caritativo la rescató, y con disimulo la depositó en un bolsillo de su pantalón. «No te olvides de mi madre. Procura que Pepe mi hermano me sustituya en los deberes para con ella, y tú dile cuando la veas que su recuerdo ha estado siempre conmigo». Cuarenta minutos más tarde llegaron los camiones de la muerte a Paracuellos del Jarama. «Nada tengo que encargarte para los niños. Sé que todos ellos, imitándome, cumplirán siempre con su deber, y serán para ti, como yo he sido con mis padres, un modelo. De eso es de lo único que puedo vanagloriarme». El miliciano caritativo le ofreció un cigarrillo a don Pedro, que fue un gran fumador hasta que su médico le prohibió terminantemente el tabaco. Se lo puso encendido en la boca, porque no había sido desatado. «Siento proporcionarte el disgusto de esta separación, pero si todos debemos sufrir por la salvación de España, y ésta es la parte que me ha correspondido, benditos sean estos sufrimientos». Don Pedro dio dos grandes y hondas caladas al cigarrillo. «Bueno, ya está. Cuando queráis». Fue guiado hasta un grupo de cincuenta compañeros de martirio. «Ánimo, que pronto estaremos mucho mejor». El pelotón puso en orden sus fusiles y dos ametralladoras. «Adiós, vida mía. Muchos besos a los niños, cariños para todos, y para ti, que siempre fuiste mi felicidad, todo el cariño de tu... Pedro. 28 de noviembre. Postdata: Como comprenderás, voy muy bien preparado y limpio de culpas».
Faltaban pocos minutos para las 9 de la mañana cuando el oficial republicano ordenó abrir fuego. Cincuenta cuerpos, entre ellos los de un niño, un hijo de militar que no había cumplido los 14 años, cayeron sobre la tierra de Paracuellos hermanando los ríos de sus sangres. Los enterraron juntos en una fosa común, alineada con un olivo, hoy desaparecido. Se ha divulgado su anécdota del miedo. «Me podéis quitar todo. A mi familia, lo que he ganado durante toda mi vida a fuerza de trabajo y esfuerzo. Me podéis quitar todo, menos una cosa. El miedo que tengo». Eso no lo dijo en los momentos previos a su fusilamiento. Lo pronunció en San Antón, ante los milicianos que formaban el llamado Tribunal Popular. En Paracuellos, se dirigió a sus verdugos con otras palabras. «Sóis tan hábiles, que me habéis quitado hasta el miedo».
No es cierto que abriera los brazos un segundo antes de morir. Lo asesinaron maniatado. Pero todos los testigos confirman sus últimas palabras. «¡Viva Cristo Rey!».
Como su aniversario pasará de la mano del silencio, del olvido del ministerio de Cultura y del desprecio de los descendientes de los asesinos, hoy me permito recordarlo desde el profundo cariño y admiración de un nieto que no tuvo la suerte de conocerlo. Feliz aniversario en tu mundo mejor, don Pedro, abuelo.
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