Ángela Vallvey

Acuerdos

La Razón
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A finales de julio leí una noticia inquietante: decía que Facebook había «apagado» (extinguido, eliminado...) una inteligencia artificial que había inventado su propio idioma, un «inglés incorrecto y repetitivo» que, a pesar de serlo, tenía sentido para la máquina. Lo incómodo del asunto es que ese idioma, que al entendimiento humano le resultaba rudimentario, monótono y desequilibrado, poseía todo el sentido para dicha inteligencia artificial, que lo había generado para uso propio, escamoteando su significado a sus creadores humanos, que se veían marginados para comprenderlo. Lo irónico del caso es que se trata de un proyecto tecnológico de la Universidad de Georgia, financiado en parte por el gigante de la redes sociales Facebook, que pretendía crear una inteligencia artificial capaz de aprender y desarrollar nuevas técnicas de negociación. Los investigadores se encontraron con que eran incapaces de descifrar el nuevo lenguaje, una suerte de corrupción del inglés que repetía pronombres, abreviaturas y expresiones insólitas, que aparentemente carecían de significación, pero que mantenían una lógica interna y permitían a la inteligencia artificial comunicarse usando una razonable economía de palabras. Lo que más me sorprende del caso es que sea un proyecto orientado a innovar técnicas de comunicación el que haya derivado en la búsqueda de una lengua nueva, como si a la máquina el lenguaje humano no le resultara apropiado ni útil para «negociar», o sea: para pactar, acordar, comprometerse, estipular, incluso comerciar... Como si la inteligencia artificial desdeñara lo que a la inteligencia humana le ha costado milenios: construir un lenguaje que facilite la comunicación entre distintos individuos. Y si eso ha ocurrido con el inglés, que es un idioma mucho más práctico, técnico y simple que el español, y no digamos que el alemán, el ruso, el polaco..., podemos elucubrar qué habría sucedido con cualesquiera de estas otras lenguas... A pesar de que no conozco los detalles del experimento ni las razones profundas del porqué sus investigadores se han decidido a eliminar el resultado –con lo que eso supone de costes, pérdidas, merma del presupuesto y dificultades varias para continuar el proyecto–, la noticia me ha hecho abundar en una vieja sospecha que siempre me resulta descorazonadora: que quizás el lenguaje humano no nos acerca unos a otros, sino que es el resultado de la impotencia que sentimos a la hora de intentar comunicarnos, especialmente cuando tratamos de llegar a acuerdos. (Y así está el mundo. Hecho un desastre).