Fotografía
Adagietto con lujuria
Será porque me conviene que sea así, pero creo que los momentos más felices de la humanidad se deben al esfuerzo y al talento de los hombres tristes y que el resto de la alegría generalizada son sólo chistes, tartas y ocurrencias. El problema es que mucha gente considera que sólo se es feliz en el caso de que ocurra algo que les haga reír, tal vez porque con frecuencia confundimos la felicidad con la alegría y olvidamos que hay formidables placeres que sólo se pueden derivar de la tristeza, como ocurre con el melancólico adagietto de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler, esos diez o doce minutos exquisitos en el que uno agradece sinceramente que sus desgracias personales le hubiesen inspirado al Sr. Mahler el desencanto exquisito que un hombre necesita para convertir en inefable belleza la ácida y tenaz amargura de la desesperación, algo parecido a lo que todos hemos sentido alguna vez al rascar con la uña alrededor de una herida en la que aún está fresca la sangre y reciente el dolor. ¿Hay mayor placer que encontrar ese puntito de sal en el sabor del llanto al mezclarse con el ansia del beso en los labios de una mujer triste y resignada? ¿Hay momento de más sublime belleza que el brevísimo instante en el que se precipita la tarde, irrumpe la noche y el paisaje que veían nuestros ojos pertenece ya a la memoria? Incluso en los momentos más infames puede un hombre encontrar felicidad y belleza. Eso fue al menos lo que yo sentí la primera vez que pisé un burdel y después de la casquería del sexo vi mi rostro reflejado en el agua meneada, torda y cobriza de aquella palangana desconchada en la que flotaban juntos la solla de la lujuria, el visillo de la luz y una salmuera de flujo y de meconio en la que cuajaba lentamente, como un recuerdo, el requesón inolvidable y primerizo de la felicidad.
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