Ángela Vallvey
Adjudicar
Alcibíades, memorable general ateniense, tenía un perro hermosísimo, le había costado sesenta minas y lucía una cola asombrosa que le reportó una fama casi comparable con la de su legendario dueño. Un día, Alcibíades le cortó la cola al perro, que se quedó sin su más bello adorno. Los amigos del estadista le censuraron tal acción hasta quedarse roncos: «¿Cómo se te ha ocurrido desproveer al pobre can de su mejor cualidad?», le riñeron. Todo el mundo reprobó la acción de Alcibíades, que fue la comidilla nacional. Cuando le preguntaron por qué había esquilmado al infortunado chucho, Alcibíades respondió: «¡Porque esto es lo que yo quería!, ¡que ese montón de gaznápiros se entretuvieran en criticarme por cortarle la cola a mi perro y me dejasen en paz en todos los demás asuntos». Desde entonces, se usa la expresión «el perro de Alcibíades» como frase proverbial para referirse a actos o palabras que personas relevantes ejecutan o profieren para distraer la atención pública de los asuntos que de verdad importan. La RAE define «adjudicar» como «1)declarar que una cosa corresponde a una persona o conferírsela en satisfacción de algún derecho. 2) apropiarse de algo». Desde la Transición, determinados políticos han utilizado las «adjudicaciones» de obra pública para satisfacer a un electorado ignorante que creía en la providencia infinita del Estado. Sin embargo, era sólo la manera de enriquecerse de esos políticos y sus partidos, contribuyendo además a agravar la burbuja de la construcción. Polideportivos más propios de Nueva York que de pueblos mesetarios, palacios de congresos vacíos, teatros de diseño desiertos, puentes ultramodernos con fecha de caducidad... eran el «perro de Alcibíades» de una España simple, recién salida del franquismo, que confundió la democracia con el chanchullo político perfecto de un batallón de aprovechados que, hoy, deberían estar en la cárcel. Todos ellos.
✕
Accede a tu cuenta para comentar