César Vidal
Aforados
A mediados del s. XVII, los comunes del Parlamento inglés decidieron enfrentarse con la pretensiones del rey Carlos I de elevar los impuestos para costear nuevos gastos regios. La respuesta del monarca ante el desafío del Parlamento fue la de enviar a algunos de sus guardias para que prendieran a los disidentes. Inicialmente, pensaron éstos en huir, pero, finalmente, permanecieron en sus escaños y apelaron a la inmunidad parlamentaria para evitar la detención. La Guerra Civil inglesa –y con ella la revolución puritana– acababa de iniciarse. A la sazón, el aforamiento –o inmunidad parlamentaria– resultaba indispensable para garantizar la independencia de los elegidos por el pueblo. Ni que decir tiene que semejante circunstancia no impidió que los liberales fueran perseguidos por Fernando VII, el rey felón; Matteoti, asesinado por los fascistas o docenas de parlamentarios detenidos por los bolcheviques o los nacionalsocialistas alemanes. Sin embargo, a pesar de esas situaciones, la inmunidad resultó no pocas veces una barrera real frente al despotismo. La Transición recuperó en España esa tradición jurídica posiblemente en el temor de que un día las fuerzas armadas o las del orden sufrieran la tentación de excederse en sus funciones. Sin embargo, con todos sus defectos, nuestro sistema constitucional no ha significado cortapisa de ningún tipo para la seguridad de los parlamentarios. No sólo eso. El aforamiento ha servido única y exclusivamente para que no rindan cuenta ante la justicia políticos corruptos y delincuentes. En otras palabras, ha degenerado en un privilegio para eludir la acción totalmente necesaria de los tribunales. Precisamente porque ésa es la realidad, resulta de sentido común reformar la normativa legal y acabar con esta prebenda. Podría quizá conservarse en casos que estén relacionados directamente con la actividad política, pero resulta completamente inadmisible cuando lo que intenta dilucidar la administración de justicia es si una persona recibía sobornos, malversaba caudales públicos, protegía delincuentes o evadía capitales. En procedimientos de ese tipo, no cabe en el futuro mantener el aforamiento sino que éste tiene que desaparecer de nuestro ordenamiento jurídico. Debe derogarse o, de manera creciente, los ciudadanos –que ya no pueden contar con el Parlamento para que no les suban los impuestos sino que ven cómo éstos aumentan por decisión directa del legislativo– llegarán a la conclusión de que la Ley no persigue el delito sino que, simplemente, se limita a castigar a unos y a permitir que otros –los miembros de las oligarquías políticas– se escuden en ella para escapar de su justo castigo.
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