José Luis Alvite
Agua lunfarda
Pertenezco a una generación de españoles estoicos frente a la adversidad, leales al sacrificio y resistentes al frío. Cuando yo era niño las sábanas estaban tan frías que casi apetecía saltar de la cama para entrar en calor, igual que ahora con la inseguridad doméstica muchas mujeres salen de madrugada solas a la calle para no estar en peligro. La casa de mis padres era una de las pocas que tenían bañera en la calle en la que vivíamos en aquella Compostela en la que la lluvia mansa cambiaba de sitio deslizándose como amebas de saliva en los lomos de los gatos. Con nosotros vivían dos primas mías adolescentes que tenían preferencia en la higiene y estrenaban el agua caliente en aquella bendita bañera amniótica y caldosa en la que yo me enjuagaba luego aprovechando el puchero genital y lunfardo en el que habían desalado mis primas sus adolescentes vulvas de soja. No he vuelto a sentir en toda mi vida una sensación de hermosa promiscuidad parecida a la que recuerdo haber saboreado mientras con el alaveo del agua entraba hasta mi garganta el buqué de aquel erotismo tibio y urinario, el dulce meconio de la escaldada pubertad de las mujeres, aquella exquisita ablución que a mi parecía el memorable excremento de las diosas, la confitura primeriza y caballar del sexo. Y después, al salir del agua afeminada y sopera de la bañera, revenía como un aliento de sapo el frío reglamentario e inclemente, aquel frío húmedo y penetrante que me enseñó a escribir con guantes una prosa abnegada y lanar en la que con el paso de los años han ido sin duda envejeciendo la feliz tristeza de entonces, las hernias estranguladas de la caligrafía y el placer carnal y anfibio de aquellos días de invierno en los que por el agua de la bañera deambulaba -excitante cretona menstrual- el linfa sánscrito de la feminidad, la hembra ciega de la lujuria.
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